Pasaron dos días. Dos días y dos noches en los que el lujoso ático de Leo se convirtió en una jaula de oro. Afuera, Ciudad de Reyes vivía, respiraba, ajena a la guerra que se libraba en su interior. Adentro, el tiempo se había vuelto denso, pegajoso, medido en el ritmo cardiaco de Paloma y el tecleo incesante de Leo.
La adrenalina de la galería se había desvanecido, dejando un residuo peligroso: el anhelo. Paloma se odiaba por ello. Se sometía a una disciplina brutal: se levantaba antes del amanecer, corría en la cinta hasta que sus pulmones ardían, leía sobre economía global hasta que las palabras se volvían borrosas. Hacía todo lo posible por exorcizar el fantasma de Demetrius, pero era inútil. En la quietud de la noche, sentía el eco de sus manos en su cuerpo, recordaba el sabor de su boca, y un calor vergonzoso florecía en su interior. Quería que llamara. Odiaba quererlo. Y esa contradicción la estaba desgarrando.
—No has comido nada —dijo Luna una tarde, poniéndole un plato de pasta delante—. Vas a desaparecer, Pali.
—No tengo hambre.
—Esto no es por hambre. Es por él. Te está consumiendo sin siquiera estar aquí.
—No lo entiendes —respondió Paloma, su mirada perdida en la ciudad—. Esto es parte de la batalla. Sentir lo que él siente. Anticiparlo.
—¿Y qué sientes ahora? —preguntó Luna, su voz suave.
Paloma finalmente la miró, y en sus ojos verdes había una tormenta. —Que está a punto de romper sus propias reglas.
Mientras tanto, Leo era un general en su centro de mando.
—Están aquí —dijo de repente esa misma tarde, sin apartar la vista de un monitor que mostraba un torrente de datos—. Lo sabía.
—¿Quiénes? —preguntó Luna, acercándose.
—El equipo de seguridad de Romano. No son aficionados. Están intentando entrar por todas partes, rastreando el origen de "Alessia Rosetti". Están usando recursos a nivel de inteligencia estatal.
Paloma se acercó, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y emoción.
—¿Pueden encontrarnos?
Leo sonrió, pero era una sonrisa sin alegría. —Pueden intentarlo. Es mi red contra la de ellos. Soy mejor. Pero no te equivoques, Paloma. Esto ya no es un juego de seducción. Demetrius ha desatado a sus lobos.
Demetrius
El despacho de Demetrius se había convertido en la guarida de un hombre obsesionado. Los informes de la campaña se apilaban sin leer. Las llamadas de senadores importantes iban directamente al buzón de voz. Su universo se había reducido a un solo punto de interés: Alessia Rosetti.
Mendoza entró, su rostro tan impasible como siempre, pero con un atisbo de preocupación en la mirada. Dejó una carpeta delgada sobre la mesa de caoba.
—El informe que solicitó, señor.
Demetrius la abrió con una avidez que no se molestó en ocultar. Dentro, un resumen de sus hallazgos.
—Leo Vargas —leyó Mendoza en voz alta—. Como sabíamos, un prodigio. Multimillonario. Protege su privacidad con una ferocidad casi paranoica. Oficialmente en una relación con Luna Morales, diseñadora gráfica. Viven juntos.
Demetrius asintió con impaciencia. Le daba igual Vargas.
—Ella.
—Alessia Rosetti —continuó Mendoza, pasando la página—. Es un fantasma. La identidad fue creada hace menos de un mes. El historial financiero, las reservas de hotel, las menciones en redes... todo es una fabricación digital. Impecable, debo añadir. Quienquiera que sea el arquitecto de esto, es un genio. No hay rastro de ella antes de esa fecha. No hay familia, no hay registros, no hay pasado.
Demetrius cerró la carpeta. Un hombre normal se habría sentido alarmado. Engañado. Habría dado la orden de exponerla. Pero Demetrius no era un hombre normal. Y lo que sentía no era recelo. Era una fascinación total.
Una mentira. Una mujer que no existía. Era la fantasía definitiva. Y la quería.
La información no era un arma contra ella. Era la confirmación de que era tan extraordinaria como había imaginado. El hecho de que fuera un misterio, una creación, solo hacía que su deseo de poseerla, de ser el único en conocer su verdad, fuera más intenso.
—¿Señor? —preguntó Mendoza—. Mis órdenes.
—Sigan vigilando —ordenó Demetrius—. Pero a distancia. No quiero que la asusten. Quiero saber a dónde va, con quién habla. Nada más.
Cuando Mendoza se fue, Demetrius se quedó mirando el teléfono en su escritorio. La investigación había fracasado. La había alejado aún más. Solo quedaba un camino. El directo. El imprudente. El único que su cuerpo y su alma le exigían.
El Contacto
El teléfono vibró sobre la mesita de noche de Paloma. El nombre en la pantalla no apareció. Solo "Número Privado". El corazón le dio un vuelco. Hizo una seña a Leo, quien inmediatamente empezó a rastrear la llamada.
Respondió, llevando el teléfono a su oído, su respiración contenida.
—¿Sí?
Silencio. Luego, la voz. Grave, ronca, inconfundible. La misma que había susurrado en su oído en la galería.