El taxi dejó a Paloma a una manzana de la imponente torre de cristal y obsidiana donde vivía Demetrius. Caminó el resto del trayecto sola, el viento de la noche envolviéndola, la seda de su vestido rojo sangre ondeando alrededor de sus piernas. El portero del vestíbulo, un hombre con aspecto de exmilitar, la esperaba. No le preguntó su nombre.
—Señorita Rosetti. El señor Romano la espera.
La guio hasta un ascensor privado. Entró sola. Las puertas de acero cepillado se cerraron con un siseo, aislándola del mundo. El ascenso fue silencioso, vertiginoso. A través de una pared de cristal, vio cómo las luces de Ciudad de Reyes se encogían debajo de ella. El recuerdo de su padre, de Brumas, de la promesa rota de su primer novio, todo parecía pertenecer a otra vida, a un planeta lejano. El odio y el deseo eran sus únicos compañeros de viaje. Se miró en el reflejo. El rojo de sus labios era un desafío. El verde de sus ojos, una promesa.
El ascensor se detuvo con una suavidad imperceptible. Las puertas se abrieron directamente a su ático.
Él estaba allí, de pie en medio de un salón inmenso, con la ciudad nocturna a sus espaldas. No llevaba saco, solo una camisa blanca de lino remangada que acentuaba la fuerza de sus antebrazos. Sostenía un vaso de whisky. Estaba esperándola.
Las puertas del ascensor se cerraron detrás de ella, el sonido de un cerrojo encajando resonó en el silencio. La trampa, fuera cual fuera, acababa de cerrarse.
Él estaba allí, esperándola. El depredador en su cima, observando a la presa que había entrado voluntariamente en su jaula. Pero los ojos de Paloma no reflejaban miedo, sino un desafío que lo hizo sonreír.
—Bienvenida a mi casa, Alessia.
—Un lugar impresionante —respondió ella, caminando lentamente hacia el ventanal—. Pero las vistas más altas a veces son las más solitarias.
—Veo que no ha perdido el tiempo con sutilezas. Sabina está en una cena importante esta noche. Una verdadera lástima. —Hizo una pausa, sus ojos recorriéndola—. Se está perdiendo toda la diversión.
El nombre de su madre, usado tan casualmente como una excusa, envió una oleada de hielo por las venas de Paloma, pero su rostro no lo demostró.
—El tiempo es lo único que no podemos comprar, Demetrius. No me gusta desperdiciarlo.
Él dejó su vaso y en dos zancadas cerró la distancia entre ellos. La tomó por la cintura, sus manos firmes y calientes, y la atrajo hacia él.
—Basta de juegos, Alessia. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Quiero ver si eres real —susurró ella.
—Perfectamente —dijo él, y la besó.
Fue una combustión. La boca de Demetrius era un infierno de necesidad, y Paloma, en lugar de retroceder, lo alimentó con su propio fuego. Sus lenguas se entrelazaron en una batalla brutal por el dominio, un beso tan profundo que sabía a desesperación.
Él la empujó hacia atrás, hasta que la espalda baja de ella chocó contra el cristal frío del ventanal. La ciudad, un mar de joyas indiferentes, se extendía debajo de ellos, testigo silencioso de su rendición. Con una mano, él buscó el cierre de su vestido rojo sangre. El sonido del metal deslizándose fue un susurro obsceno en el silencio. La seda se separó, y él apartó la tela, exponiendo la totalidad de su espalda desnuda a su mirada hambrienta.
—Dios… —murmuró, su voz un gruñido.
Sus manos, grandes y expertas, recorrieron su piel, desde la curva de sus hombros hasta el nacimiento de sus caderas. Paloma arqueó la espalda, un gemido escapando de sus labios mientras él la apretaba más contra el cristal, su erección dura presionando contra su vientre. Ella, a su vez, desabotonó su camisa con dedos temblorosos, pero decididos, ansiosa por sentir la piel de su enemigo contra la suya.
Él la giró, su pecho chocando contra la espalda desnuda de ella. La sensación de su piel cálida y áspera contra la suya, suave y fría, casi la hizo gritar. Sus besos ardían en su nuca, en sus hombros, mientras sus manos se movían hacia el frente, ahuecando sus pechos, sus pulgares encontrando sus pezones y haciéndolos endurecerse hasta doler.
La vengadora en la mente de Paloma observaba con una distancia glacial. Sí, pensó, así es como se rompe a un hombre. Lo dejas entrar, lo dejas creer que te posee. Pero la mujer temblaba en sus brazos, su cuerpo traicionándola con cada caricia, cada susurro.
La llevó hasta el sofá de cuero negro, y la tumbó. El cuero frío fue un shock contra su piel caliente. Se cernió sobre ella, una sombra de poder y deseo.
—Eres aún más hermosa de lo que imaginaba —jadeó, su mirada recorriendo cada centímetro de su cuerpo semidesnudo.
Sus dedos se deslizaron hacia abajo, encontrando la fina tela de su ropa interior. Estaba empapada, una prueba innegable del caos que él había desatado en ella. Él sonrió, una sonrisa de pura posesión masculina. Introdujo un dedo, luego dos, dentro de ella, y Paloma se arqueó, un grito ahogado en su garganta mientras el placer, agudo y vergonzoso, la sacudía hasta los cimientos.
Estaba perdida. Su cuerpo ya no le pertenecía. La venganza era una palabra sin sentido en un universo que se había reducido a las sensaciones que este hombre estaba arrancando de ella. Él se deshizo de sus pantalones, su cuerpo duro y listo presionando contra la entrada de ella. Estaba en el precipicio, a punto de ser consumida, a punto de perder la guerra.