La Hija de Nadia

Capítulo 19: El Fantasma de Brumas

Dos días después de la noche en el ático, una extraña calma se había instalado en el apartamento de Leo. Era la calma del ojo del huracán. Paloma se movía con una serenidad depredadora, su crisis interna se había solidificado en una determinación de hielo. Leo trabajaba sin descanso, construyendo murallas de fuego digitales contra los persistentes ataques del equipo de Demetrius. Y Luna los observaba a ambos, su preocupación un zumbido constante en el aire.

​Fue el teléfono de Luna el que rompió la tregua. Era un número que no reconocía, pero algo la impulsó a contestar.

—¿Hola?

Hubo una pausa, y luego una voz masculina, grave y cálida, pero con un timbre que le resultaba vagamente familiar.

—¿Luna? Soy yo... Gael. No sé si te acuerdas de mí. De Brumas.

​El teléfono casi se le cae de las manos.

—¿Gael? ¡Por supuesto que me acuerdo! ¡Dios mío! ¿Dónde estás? Creíamos que...

—Volví —dijo él, y en esa simple palabra había un mundo de historia—. Estoy en Ciudad de Reyes. Escucha, sé que es mucho pedir, pero... he estado intentando encontrarla. A Palomita. Nadie en el pueblo sabe nada, solo que se fue. Supe que tú te habías mudado aquí y pensé... ¿sabes algo de ella? ¿Está bien?

​Luna miró a Paloma, que estaba de pie junto al ventanal, una silueta elegante y peligrosa que no se parecía en nada a la chica que Gael recordaba. Una idea loca y desesperada floreció en la mente de Luna. Quizás esto era una señal. Un ancla al pasado. Una forma de salvar a su amiga de la oscuridad que la estaba consumiendo.

—Sí, Gael —susurró—. Está conmigo.

​*****

​Se encontraron en una pequeña cafetería anónima en un distrito tranquilo, un lugar que Leo había barrido en busca de vigilancia. Cuando Gael entró, Paloma sintió un shock que la sacudió más profundamente que el toque de Demetrius.

​El chico larguirucho y soñador que se había marchado de Brumas con una promesa en los labios había desaparecido. En su lugar había un hombre. El ejército le había dado hombros anchos, una postura erguida y una calma segura en la mirada. Su rostro había perdido la suavidad de la juventud, ahora era más anguloso, más definido. Su acento de pueblo se había desvanecido, reemplazado por un habla clara y precisa. Llevaba ropa sencilla pero de buen corte. Había cumplido su palabra. Había vuelto diferente.

​—Palomita —dijo, su voz una mezcla de asombro y alivio al verla.

​Se sentaron, y la torpeza inicial se disolvió en la comodidad de una historia compartida. Él le contó de sus años en las fuerzas especiales, de las misiones, del dinero que había ahorrado meticulosamente.

—Nunca dejé de pensar en ti —le confesó, su mirada directa y honesta—. Cada día. La promesa que te hice, la de volver y comprar esa casa junto al río... era lo único que me mantenía en pie. Volví a Brumas por ti. Me enteré de lo de tu padre... Lo siento tanto, Pali. No puedo imaginar por lo que has pasado.

​La genuina compasión en su voz, el uso de su antiguo apodo, la historia de una promesa cumplida... todo ello abrió una grieta en la armadura de Alessia Rosetti. Por un instante, la hija de Abel Leal, la chica que había amado a este hombre, miró a través de sus ojos. Una lágrima solitaria y traicionera rodó por su mejilla.

​Él alargó la mano sobre la mesa y, con una ternura que la desgarró, se la secó con el pulgar.

—Estoy aquí ahora —susurró—. No tienes que pasar por esto sola.

******

​A kilómetros de distancia, en la oscuridad de su despacho, Demetrius Romano no escuchaba. Veía.

​En una pantalla de alta definición, recibía en tiempo real las fotografías de un equipo de vigilancia apostado en un edificio al otro lado de la calle. Cada clic de la cámara era un golpe.

​Primero, la vio a ella, a su Alessia, sentada sola. Luego, la entrada del hombre. Demetrius se inclinó hacia adelante, sus músculos tensos. Vio la forma en que el desconocido la miró, una familiaridad íntima que le revolvió las entrañas. Vio la forma en que el rostro de Alessia, normalmente una máscara de control helado, se suavizaba en una expresión que él nunca había visto.

​No podía oír sus palabras, y esa ignorancia era una tortura mil veces peor que cualquier certeza. Su mente, febril, llenaba los huecos con sus peores miedos. Eran amantes. Él era la razón por la que ella era un fantasma. Él era el secreto que ella protegía.

​Las fotos seguían llegando, cada una una nueva herida. Risas. Miradas cómplices. Y entonces, la imagen que lo rompió.

​La vio llorar. Una sola lágrima en su rostro perfecto. Alessia, su iceberg de compostura, llorando por este hombre. Y la siguiente foto fue la sentencia de muerte. La mano de él, moviéndose con una ternura insoportable, el pulgar rozando su mejilla, secando esa lágrima como si tuviera todo el derecho del mundo.

​Un gruñido bajo y animal escapó de la garganta de Demetrius. El instinto de posesión, tan violento y primitivo que lo asustó, se apoderó de él.

—Mendoza —siseó al intercomunicador—. Identifícalo. ¡Ahora!

​Pasaron minutos de un silencio agónico. Demetrius no apartaba los ojos de la pantalla, donde ahora veía a la pareja levantarse, al hombre pagar la cuenta, a Alessia sonriendo con una tristeza que la hacía parecer aún más hermosa.




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