La Hija de Nadia

Capítulo 20: Hielo y Cenizas

La luz dorada de la tarde se filtraba por los ventanales de la cafetería, iluminando las motas de polvo que danzaban en el aire. Para Paloma, se sentía como estar dentro de una burbuja de tiempo, un eco de una vida que podría haber sido. Escuchar a Gael hablar de sus años en el ejército era como leer la biografía de un extraño que llevaba el rostro de su primer amor. Se había ido siendo un chico con sueños; había vuelto siendo un hombre con cicatrices.

​—...y en las noches más duras, en lugares de los que no te puedo hablar, pensaba en eso —estaba diciendo él, su voz grave y calmada—. En la promesa que te hice. Volver a Brumas, comprar la vieja casa de los Méndez junto al río, y despertarme cada mañana viendo tus ojos. Era mi ancla, Palomita.

​El apodo, dicho con tanta ternura, fue una puñalada dulce en el corazón de Paloma. Le ardían los ojos. La Alessia que había construido con tanto cuidado, la mujer de hielo y seda, se estaba derritiendo bajo el calor de una sinceridad que ya no sabía cómo procesar.

​—Gael, yo...

—No tienes que decir nada —la interrumpió él, viendo la tormenta en su mirada—. Me enteré de lo de tu padre. No puedo ni empezar a imaginar el dolor. Que tuvieras que enfrentarlo sola...

​La lágrima que había estado conteniendo finalmente se derramó, un trazo caliente en su mejilla. Él alargó la mano, su pulgar áspero por el entrenamiento militar rozando su piel con una delicadeza que la desarmó.

—Estoy aquí ahora —susurró—. No tienes que pasar por esto sola.

​Una parte de ella, la niña de Brumas, quiso derrumbarse, confesarlo todo y pedirle que la sacara de esa ciudad de pesadilla. Pero la vengadora, la hija de Abel Leal, se aferró al odio que la mantenía en pie. Se apartó suavemente.

—Has cambiado mucho, Gael. Eres... un hombre.

—Tú también has cambiado —respondió él, su mano retrocediendo—. Hay una tristeza en tus ojos que no estaba antes. Y una fuerza que da miedo.

​Salieron de la cafetería y caminaron un trecho en silencio.

—La casa junto al río sigue en venta, ¿sabes? —dijo él en voz baja.

Paloma se detuvo. Esa frase era la llave a un futuro que ya no le pertenecía. Miró a ese hombre bueno, a ese fantasma de un sueño puro, y sintió el peso de la guerra que había elegido.

—Mi vida es... complicada ahora, Gael.

—No me importa lo complicada que sea —insistió él, entregándole una pequeña tarjeta con su número—. Llámame. Para lo que sea.

​Se despidieron con un abrazo que duró un poco más de la cuenta. Ella aspiró su aroma, olía a aire libre y a honestidad. Era el olor de un mundo que había perdido para siempre. Mientras lo veía alejarse, una parte de su alma se fue con él.

​******

​Demetrius Romano observaba las fotografías en su pantalla como si fueran las entrañas de un animal sacrificado, buscando augurios. Eran de una claridad impecable. Podía ver el grano de la madera de la mesa, el vapor subiendo de las tazas de café. Y podía ver cada emoción en el rostro de Alessia.

​Vio la sorpresa, la suavidad, la vulnerabilidad. Vio la lágrima. Y vio la mano de ese hombre, ese fantasma sin nombre, tocando la piel que él consideraba suya con una intimidad que le quemó la sangre.

​—Mendoza —siseó al intercomunicador—. ¿Qué tenemos?

—Nada, señor —la voz de su jefe de seguridad sonaba frustrada—. El sujeto es un profesional. Nuestros equipos de seguimiento informan que detectó y evadió a nuestro primer equipo al salir de la cafetería. El segundo equipo lo tiene, pero se mueve sin un patrón claro. Parece que conoce la ciudad y las técnicas de contravigilancia. Como le dije, probablemente militar. Su expediente, si existe, está sellado.

​—No me importa su expediente —gruñó Demetrius—. Me importa dónde duerme esta noche.

​La idea de ellos dos juntos, de ese hombre consolándola, tocándola, poseyéndola... era una tortura física. Era un veneno que le nublaba la razón. Había pasado de la obsesión a una necesidad primitiva, una furia territorial.

​—Mendoza —dijo de nuevo, su voz ahora peligrosamente tranquila—. Quiero una vigilancia total sobre ese hombre. Quiero saber a dónde va, con quién habla, y sobre todo, quiero saber si vuelve al apartamento de Vargas esta noche. Quiero saber si duerme en la misma cama que ella. Ponle a todo el equipo encima. No lo pierdan. No me importa el coste.

​—Entendido, señor.

​Demetrius cortó la comunicación. La rabia no se había disipado, pero ahora tenía un foco. La torturante pregunta que lo mantendría despierto toda la noche: ¿dormirá ella en los brazos de otro hombre?

​*****

​Sabina encontró a Demetrius en su despacho esa noche, una sombra rodeada por el resplandor de los monitores. Estaba de un humor extrañamente volátil desde la gala, y ella, astuta, había decidido darle espacio. Pero esa noche, vestida con un conjunto de lencería y seda que había costado una fortuna, decidió que la distancia había terminado.

​—Ha sido una noche larga... —ronroneó, acercándose por detrás y deslizando sus manos por sus hombros tensos—. He estado pensando en ti.

​Comenzó a masajearle el cuello, sus dedos expertos buscando los nudos de tensión. Él no reaccionó. Era como tocar una estatua.




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