La Hija de Nadia

Capítulo 24: La Prueba de fuego

La pregunta de Gael resonó en el silencio tenso del ático: «¿Por qué te haces llamar Alessia?»

​Luna contuvo la respiración. Leo, desde el umbral de su estudio, observaba a Paloma, su rostro inescrutable, listo para intervenir.

​Paloma miró a Gael. No al hombre que había sido, sino al que era ahora: un hombre tranquilo, fuerte, cuya preocupación por ella era tan real y tan pura que se sentía como una quemadura en su mundo de mentiras. Durante semanas, cada palabra que había dicho, cada gesto, había sido una actuación calculada. Pero frente a él, las máscaras se sentían pesadas, inútiles.

​Tomó una decisión. El riesgo era inmenso, pero la soledad de su guerra lo era aún más.

—Siéntate, Gael —dijo Paloma, indicando la gran mesa del comedor. Era la primera vez que se sentaba allí para algo que no fuera planear la siguiente fase de su guerra.

​Y entonces, bajo la luz suave de las lámparas colgantes, con el resplandor de Ciudad de Reyes como telón de fondo, Paloma le contó todo.

​Empezó con la tarde en que su madre se marchó. Le describió la frialdad en los ojos de Nadia, las palabras crueles que había usado para desmantelar una vida entera en menos de cinco minutos. Le contó el silencio antinatural de la casa después, un silencio que se rompió con el descubrimiento más atroz: la nota de su padre, su cuerpo sin vida. Gael escuchaba sin interrumpir, su rostro endureciéndose con cada palabra, la compasión en sus ojos convirtiéndose en una rabia fría y silenciosa en nombre de ella.

​Le contó cómo vio a su madre en la televisión, renacida como la glamurosa Sabina del Río al lado del hombre más poderoso del país. Y le confesó el plan, la idea que nació del dolor y se forjó en el odio. Le habló de la creación de Alessia Rosetti, la fachada perfecta; de la ayuda incondicional de Luna y Leo; de las noches de estudio para aprender a moverse, a hablar, a pensar como una de ellos.

​Le habló de la gala, de la subasta, de la noche en el ático. La voz se le quebró al llegar a esa parte.

—Quería romperlo —dijo, su voz un susurro—. Quería que se obsesionara conmigo para poder destruirlo y, a través de él, a ella. Era el plan perfecto.

​—¿Y? —preguntó Gael suavemente, viendo la tormenta en sus ojos.

​—Y funcionó demasiado bien —confesó Paloma, y esta era la verdad que no le había admitido a nadie, ni siquiera a sí misma—. El odio es fácil, Gael. Es limpio. Pero lo que siento por Demetrius... ya no es limpio. La noche que pasé con él... —respiró hondo, la vergüenza quemándola por dentro—. Era mi primera vez. Y fue con él. El enemigo.

​Gael cerró los ojos por un instante, el puño apretándose sobre la mesa. No dijo nada. Simplemente absorbió el peso del dolor de ella.

​—Y lo peor —continuó ella, las palabras derramándose ahora como un veneno que necesitaba purgar—, es que una parte de mí... una parte que odio... lo deseaba. Y todavía lo hace. Estoy atrapada entre el fantasma de mi padre y el calor de su cuerpo. No sé dónde termina la venganza y dónde empiezo yo. No sé quién soy.

​Finalmente, el silencio. La verdad completa, cruda y fea, estaba sobre la mesa entre ellos.

​Gael alargó la mano y tomó la de ella. Su tacto era firme, seguro. El tacto de un soldado. El tacto de un amigo.

—Sé quién eres —dijo con una calma absoluta—. Eres Paloma Leal. La chica más fuerte y valiente que he conocido. Estás herida y estás luchando en una guerra que nunca pediste. Y lo que sientes... no te hace débil. Te hace humana.

****

Y mientras la amistad se cimentaba en la quietud protectora del ático, a kilómetros de distancia, un informe se actualizaba en el monitor de Demetrius Romano, cada palabra una nueva vuelta del cuchillo en su obsesión.

​10:17 PM. VIGILANCIA SUJETO "G": El sujeto sigue en el interior del ático del OBJETIVO. No ha salido.

La rabia de Demetrius fue un trueno silencioso que sacudió los cimientos de su mundo. El informe de vigilancia era una sentencia: Gael no se ha marchado del ático. La imagen mental lo torturó: ella, su Alessia, la mujer a la que le había entregado una parte de sí mismo que no sabía que existía, enredada en las sábanas con el fantasma de su pasado. La traición fue tan absoluta, tan visceral, que borró todo rastro de razón. El político, el estratega, el hombre de control, murió en ese instante. Solo quedó el macho posesivo, el rey cuyo tesoro más preciado había sido profanado.

​Salió de su despacho como un misil. Su equipo de seguridad, acostumbrado a su calma glacial, retrocedió ante la furia animal en sus ojos.

—Prepara el coche —gruñó a Mendoza—. Ahora.

​El viaje a través de Ciudad de Reyes fue una mancha borrosa de rabia. Cuando llegó a la torre de Leo, no esperó. Se saltó todos los protocolos, su presencia imponente y su furia silenciosa hicieron que la seguridad del edificio se apartara de su camino.

​Leo lo esperaba en la puerta del ático, le habian avisado del edificio que Demetrius Romano estaba subiendo al ático, Leo sonrió al verlo como si estuviera a punto de ver una erupción de un volcán.

—Romano —dijo Leo, su voz tranquila—. No tienes cita.

Demetrius lo apartó de un empujón y entró. Su mirada barrió el salón y los encontró en el comedor.




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