La Hija de Nadia

Capítulo 25: La Miga de Pan

A la mañana siguiente, Demetrius se despertó en su propia cama con una sensación de triunfo. La noche anterior, Sabina había dormido en una de las habitaciones de invitados tras una discusión gélida. Él no le había dado importancia. Su mente y su cuerpo estaban llenos del recuerdo de Alessia. La había doblegado, la había hecho suya. Ahora comenzaba la verdadera conquista.

​Cogió su teléfono seguro con una sonrisa y le envió un mensaje.

«Anoche fue solo el principio. Te veo hoy.»

​Era una orden, no una pregunta. Dejó el teléfono y se fue a duchar, esperando su respuesta sumisa. Cuando salió, no había ninguna. El mensaje seguía sin leer. Frunció el ceño. Quizás seguía durmiendo.

​Llamó. El tono sonó una vez y luego saltó directamente al buzón de voz. Apagado.

​La irritación comenzó a bullir bajo su piel. ¿Estaba jugando? ¿Después de la entrega de la noche anterior? Llamó a Mendoza.

—Quiero un equipo de vigilancia en el edificio de Vargas. Confírmame si la señorita Rosetti sigue dentro.

—Sí, señor.

​Pasó una hora. Luego dos. La irritación se convirtió en una ansiedad fría. Estaba en medio de una reunión con su jefe de campaña, discutiendo los detalles de la boda, y no podía concentrarse. Su mente estaba en otro lugar. En un ático al otro lado de la ciudad.

​El teléfono vibró. Un mensaje de Mendoza.

«Negativo, señor. El OBJETIVO no está en el ático. Vargas y Morales afirman que se marchó anoche y no saben a dónde. El sujeto 'G' (Gael) tampoco está en su hotel. Su rastro se perdió cerca del aeródromo privado del norte.»

​El mundo de Demetrius se detuvo.

​Se levantó en medio de la reunión, derribando una jarra de agua.

—Tengo que hacer una llamada urgente —dijo, su voz tan vacía que heló la sangre de todos.

Y se marchó.

​Los siguientes tres días fueron un descenso a los infiernos. Demetrius convirtió su despacho en una sala de guerra. Despidió a su personal de campaña, canceló todas sus reuniones y se dedicó a una única misión: encontrarla. Los mapas de Solaria cubrían las paredes, las pantallas mostraban imágenes de satélite y registros de tráfico. Mendoza y su equipo trabajaban 24 horas al día, siguiendo pistas falsas y callejones sin salida.

​La pregunta lo torturaba, lo mantenía despierto, alimentado solo por whisky y una rabia que lo consumía: ¿Se había marchado con él?

​La idea era un veneno. La imagen de Alessia y Gael, juntos, huyendo de él, riéndose de él, se convirtió en su única realidad. La intimidad que había creído compartir con ella, su vulnerabilidad, su primera vez... ¿había sido todo una farsa? ¿Una trampa para humillarlo mientras ella volvía con su verdadero amor?

​Sabina intentó entrar en su despacho una noche. Él la miró con unos ojos tan muertos, tan llenos de una furia ajena a ella, que retrocedió asustada.

—¡Ahora no, Sabina! —rugió—. ¿No ves que estoy ocupado?

La echó, y con ella, echó los últimos vestigios de su vida anterior. La boda, programada para el final de la semana, seguía en pie como una broma macabra, un evento de un universo paralelo que ya no le importaba.

​Estaba perdiendo el control. Y lo sabía. Y no le importaba. Jamás había enloquecido por una mujer. Y la sensación era a la vez aterradora y extrañamente liberadora.

​*****

​Mientras Demetrius se consumía en su furia, en el ático de Leo la tensión era de otra naturaleza. Era el tercer día del silencio de Paloma. El momento de actuar.

—Leo, ¿estás seguro de esto? —preguntó Luna por décima vez, acercándose a él—. Lo estamos provocando. Lo estamos empujando al borde. ¿Y si se vuelve realmente peligroso?

​Leo no apartó la vista de su monitor, donde un complejo programa estaba listo para ser activado. Con unos pocos clics, realizaría una transacción con una tarjeta de crédito fantasma desde un pueblo perdido, una "miga de pan" digital que el equipo de Demetrius, en su búsqueda desesperada, encontraría en cuestión de horas. Era el momento de soltar el cebo.

​Se detuvo. Giró su silla y miró a Luna, cuyo rostro estaba pálido de preocupación. Vio su miedo, su lealtad incondicional a Paloma. Y por primera vez en días, la expresión de estratega de Leo se suavizó por completo.

​Tomó la mano de ella, sus dedos entrelazándose con los suyos.

—Escúchame —dijo, su voz suave y llena de una sinceridad que rara vez mostraba—. Te quiero, Luna. Y porque te quiero, haría cualquier cosa por la gente que te importa.

​La apretó la mano con más fuerza.

—Si Paloma necesita que el político favorito de Solaria, el hombre más poderoso y controlado del país, se vuelva un poco loco para conseguir su justicia... —una sonrisa peligrosa y llena de afecto se dibujó en sus labios—, entonces, por ti, haremos que se vuelva completamente loco.

​Se inclinó y le dio un beso suave.

—Confía en mí. Confía en ella.

​Con una última mirada a Luna, se giró de nuevo hacia la pantalla.

—Soltando la miga de pan —dijo, y con un clic final del ratón, la trampa se activó.




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