La Hija de Nadia

Capítulo 26: La Casa del Lago

El viaje en el jet privado fue un infierno silencioso. Demetrius no hablaba. Miraba por la ventanilla las nubes que pasaban, pero en su mente solo veía una serie de imágenes tortuosas: Alessia riendo con Gael. Alessia llorando. La mano de Gael en su rostro. Su cuerpo desnudo en su cama.

​Cuando aterrizaron en una pista privada a una hora de la casa, un coche ya lo esperaba.

—Señor —dijo Mendoza, entregándole una tableta—. Imágenes de satélite confirman un vehículo, el mismo todoterreno que usó en La Escondida, aparcado junto a la casa. No hay señales del sujeto 'G'.

​—Aún —gruñó Demetrius.

​La casa era una joya de arquitectura moderna, aislada en la orilla de un lago de aguas cristalinas. Era hermosa. Serena. Un lugar para amantes. La idea le revolvió el estómago de celos.

​Llegó a la puerta principal y, sin dudarlo, entró. El interior estaba en silencio. La recorrió con zancadas rápidas, su corazón martilleando en su pecho, buscando, temiendo encontrarlo a él. El salón. La cocina. Las habitaciones de invitados. Vacías. Impecables. No había rastro de otro hombre. La casa estaba claramente ocupada por una sola persona.

​Finalmente, salió a la terraza trasera, una extensión de madera que flotaba sobre el lago.

​Y allí estaba ella. Sola.

​Estaba sentada en un enorme sillón, de espaldas a él, observando el agua. Llevaba unos vaqueros y un jersey grueso, y tenía el pelo suelto, mecido por la brisa. Su mirada parecía perdida en la distancia. Había una soledad en su postura, una tristeza que contradecía por completo la imagen de una mujer disfrutando de una escapada romántica.

​Él se detuvo. La furia que lo había impulsado durante días vaciló, reemplazada por una confusión dolorosa.

​Se acercó, sus pasos resonando en la madera. Ella no se giró.

—Sabía que vendrías —dijo, su voz tranquila, casi resignada.

​Él llegó a su lado y, sin decir palabra, la sujetó bruscamente del brazo, obligándola a ponerse en pie para que lo mirara. Necesitaba verle los ojos. Necesitaba la verdad.

—¿Dónde está él? —preguntó, su voz un gruñido bajo y roto—. ¿Dónde está Gael?

​Paloma lo miró. Y en el instante en que sus ojos se encontraron, se dio cuenta, con una certeza que le heló el alma, de que su tristeza tenía un nombre. Y no era Gael. Se había enamorado de Demetrius.

​El dolor de esa revelación le dio la fuerza que necesitaba. Sin pensarlo, extendió su mano libre y tocó su mandíbula, una caricia suave y desesperada.

Él le sujetó la mano con brusquedad.

—¡No me toques! —gruñó, su rostro contraído por el dolor y los celos—. Vuelvo a preguntar, ¿dónde está?

​—No lo sé —respondió ella, su voz firme—. Puedes buscar por toda la casa, revisar cada rincón. Te darás cuenta de que he estado sola todo este tiempo.

​Se soltó de su agarre con un tirón brusco. Se cruzó de brazos, una barrera contra él, contra sus propios sentimientos.

—La verdadera pregunta, Demetrius, es qué haces tú aquí. Mañana es tu boda.

​​La palabra "boda" lo golpeó como un mazazo. Palideció. En su locura por encontrarla, casi lo había olvidado. Se dio cuenta, al ver la expresión herida de ella, de que nunca se lo había mencionado.

—Alessia, yo...

—¿Tú qué, Demetrius? ¿Pensabas que no me enteraría?

​Él desvió la mirada, culpable. —No quería perderte.

—No puedes perderme, porque nunca me has tenido —replicó ella, el dolor afilando su voz—. Me quieres en la casa preciosa, donde estuvimos la última vez, escondida, para cuando te canses de tu vida perfecta con tu esposa perfecta. Jamás seré la amante de nadie, Demetrius. Por eso me marché.

​Él la sujetó por la cintura, atrayéndola hacia él, su desesperación palpable.

—No es así. No puedo vivir sin ti, Alessia.

—Pero tampoco puedes dejarla a ella —afirmó Paloma, más que preguntar.

​—No puedo lastimarla —confesó él, su voz rota—. Sabina es... una mujer extraordinaria. Ha sacrificado mucho por mí, por la campaña. Es leal, es buena...

​Paloma lo escuchó, y fue como oír la voz de su propio padre hablando de Nadia. La misma ceguera. La misma devoción a una mentira. Se dio cuenta de que él nunca la elegiría. Estaba enamorado de un fantasma, de una construcción, igual que su padre. Y eso le rompió el corazón.

​Lo miró a los ojos, sus ojos verdes ahora límpidos y llenos de una tristeza infinita.

—Entonces vete —le pidió, su voz apenas un susurro—. Vete y cásate con tu mujer maravillosa. No dejes que se te escape.

​Él le rogó con la mirada, le suplicó que entendiera, pero ella se mantuvo firme. Entonces, con una última punzada de dolor, Paloma se puso de puntillas y lo besó. Fue un beso largo, profundo y salado por las lágrimas que no derramaba. Él le correspondió con la misma desesperación.

​Cuando se apartó, sus frentes quedaron unidas.

—Adiós, Demetrius —susurró. Y ese fue el final.

​Él intentó hablar, convencerla, pero ella se negó a oírlo, dándole la espalda y volviendo a mirar el lago. Derrotado, se dio la vuelta y se marchó.




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