El viaje de vuelta fue un descenso a un infierno personal. El interior del Maybach era un santuario de silencio y cuero pulido, un sarcófago de lujo que se deslizaba por la carretera sinuosa, ajeno a la tormenta que se desataba en el alma de su ocupante. Demetrius miraba por la ventanilla, pero no veía los majestuosos pinos ni las montañas recortadas contra el cielo crepuscular. Veía un par de ojos verdes llenos de una tristeza infinita.
Había hecho lo correcto.
La frase se repetía en su mente, una letanía vacía. Era el hombre que se presentaba a la presidencia de Solaria. Su vida se basaba en el honor, la estrategia y el control. Abandonar a su prometida a un día de la boda por una mujer que era un enigma, un fantasma, habría sido un suicidio político y personal. Sabina era su aliada, una pieza clave en su ascenso. Era una buena mujer. Leal. Le debía lealtad.
Pero cada justificación se sentía como ceniza en su boca.
Porque la lógica no podía borrar la imagen de Paloma derrumbándose en el sillón cuando él se marchó. No podía silenciar el eco de su propio corazón rompiéndose. Había pasado su vida construyendo una fortaleza alrededor de sus emociones, y esa mujer la había demolido con un beso y una lágrima. Se pasó una mano por el rostro, sintiéndose agotado, viejo. ¿De qué servía ganar el mundo si el precio era esta desolación, este vacío absoluto?
Justo en ese momento, su teléfono personal vibró. En la pantalla brillaba el nombre "Amor". Sabina.
Por un instante, sintió el impulso de rechazar la llamada, de arrojar el teléfono por la ventanilla y dejar que se hiciera añicos contra el asfalto. Pero la costumbre, el deber, la fachada que era ahora su vida, lo obligaron a contestar.
—Cariño —dijo, y se sorprendió de lo hueca que sonaba su propia voz.
—¡Demetrius, mi vida! —La voz de Sabina era un torrente de alegría y alivio, tan discordante con su propio estado de ánimo que le resultó físicamente doloroso—. Estaba empezando a preocuparme de verdad. ¿Estás bien? ¿Vienes de vuelta? Mañana es nuestro gran día. ¡No puedo esperar a que estemos juntos! He estado revisando los últimos detalles con el organizador y todo va a ser absolutamente perfecto.
Perfecto. La palabra lo golpeó con la fuerza de un puño. Su vida era una mentira perfecta.
—Voy de camino, Sabina. Hubo... un problema con el coche.
—¡Ay, no te preocupes por nada! Lo único que importa es que vuelvas sano y salvo a mí. El hotel ya está listo para ti esta noche, ya sabes, para no tentar a la mala suerte viendo a la novia —rio ella, una risa musical y despreocupada que a él le sonó a cristales rotos—. Es solo una noche, mi amor. Y después, por el resto de nuestra vida, dormiremos juntos. Para siempre.
Para siempre.
La palabra, en lugar de ser una promesa, resonó en la mente de Demetrius como el portazo de una celda de prisión. De repente, vio su futuro con una claridad aterradora. Vio décadas de cenas de estado, de sonrisas calculadas, de noches en camas de seda vacías de pasión, durmiendo junto a una mujer cuyo tacto ahora le resultaba indiferente. Vio una vida entera sintiendo el eco de un amor que había abandonado en la orilla de un lago. Una vida entera despertándose cada mañana con el recuerdo de unos ojos verdes que lo miraban con una mezcla de odio y deseo que lo hacía sentir más vivo que nunca.
Las palabras de Sabina, "el resto de nuestra vida", no sonaron a una promesa de amor. Sonaron a una condena a cadena perpetua.
Se dio cuenta de que el "honor" del que se enorgullecía era en realidad cobardía. Estaba sacrificando la única verdad que había sentido en años por mantener una fachada, por cumplir un contrato. Estaba eligiendo una muerte lenta y elegante sobre una vida caótica y real.
—Sabina —la interrumpió, su voz ahora extrañamente tranquila, desprovista de toda duda.
—¿Sí, cariño?
—Tengo que colgar.
No esperó su respuesta. Cortó la llamada y se quedó mirando la pantalla oscura del teléfono. La elección era clara. Podía elegir el deber y la mentira. O podía elegirla a ella. El caos. La verdad. La vida.
Se inclinó hacia adelante, hacia el panel que lo separaba del chófer.
—Señor, ¿volvemos a la pista de aterrizaje? —preguntó el conductor.
Demetrius miró por la ventanilla, hacia el camino que se perdía en la oscuridad detrás de ellos. Hacia ella. Hacia la única oportunidad que le quedaba de ser algo más que un político en un traje caro.
—No —dijo, y su voz estaba llena de una nueva y temblorosa esperanza—. De la vuelta.