La Hija del Alfa

3-Esperanza

El celular prendía y apagaba en la mesita del centro, era la tercera llamada perdida de su madre. Amara había quedado de ir a visitarla, sin embargo, después de la consulta con la doctora Mendoza, sus pies tomaron el control total, trayéndola de vuelta a su departamento donde permanencia escondida entre cojines y una manta blanca recostada en el sillón.

Amara no había parado de llorar desde que cruzó el umbral de su departamento: Menopausia prematura; un diagnóstico que le pareció tan cruel escuchar a sus veinticinco años, era joven, se sentía joven… pero sus ovarios eran los de una mujer de cincuenta años. Una en mil mujeres antes de los treinta podían presentarlo y ella era la afortunada ganadora.

¿Por qué yo? ¿Qué había hecho para merecer algo así? Eran las preguntas recurrentes en su cabeza, se apilaban como lapidas, hundiéndola aún más en su tristeza. La doctora Mendoza intentó ser positiva, pero Amara era consciente que sería una lucha de la cual podría no salir vencedora.

Otro de sus pensamientos recurrentes era Izan, su prometido, un hombre que había llegado a su vida de una manera inesperada, congeniaban perfectamente, amaban tanto sus profesiones y se respetaban mutuamente. Desde que conoció a Izan sintió una conexión inexplicable, podía pasar horas hablando con él, para cuando pudo darse cuenta ya se había enamorado profundamente e Izan compartía el mismo sentimiento, aunque tardó más en pedirle que fuera su novia. De ahí la relación se dio con tanta naturalidad que todo encajaba a la perfección, sus sueños por superarse y los de formar una familia.

Amara sintió que ahora no encajaba en esos sueños, porque no podría darles los hijos de los cuales tanto hablaron mientras preparaban la cena o se imaginaban como serían mientras miraban una película, recostados uno junto al otro.

Una opresión en su garganta se instaló como dos manos apretando su cuello, podía respirar, pero tragar le era imposible, parecía que no generaba la suficiente saliva, su lengua se sentía seca y áspera. Salió de entre la manta cuando la siguiente llamada entró.

Suspiró antes de tomar el celular y contestarle a su madre, quien debía estar preocupada, ya había pasado mucho tiempo.

—Amara —escuchó del otro lado. La castaña cerró los ojos, el solo escucharla le hizo un hueco en el estómago —. Marita ¿sucede algo? —la llamó por su apodo cariñoso y Amara rompió en llanto.

—Mamá, mamá… —pronunció completamente desecha.

—Amara, me estás asustando. ¿Qué está pasando? —cuestionó Yara nerviosa, escuchando a su hija llorar desolada del otro lado.

—Mamá, no podré darte un nieto…

—Marita, ¿qué estás diciendo? ¿Por qué dices esos?, apenas vas a iniciar tu vida con Izan…

—Soy yo mamá, soy yo… es mi cuerpo, me ha fallado —dijo desolada sin parar de llorar —. Se me acabó el tiempo, mamá. ¡Apenas tengo veinticinco años y ya se me acabó el tiempo! Todo lo que siempre quise... —Su voz se ahogó en un sollozo gutural—. Se esfumó.

—¿De qué hablas, mi preciosa? ¡Explícame! —le pidió

—Estoy rota, mamá. Por dentro estoy rota…

—Amara, ¿dónde estás? —cuestionó mientras se escuchaba que tomaba las llaves para salir de su casa.

—En mi departamento…

—Voy saliendo para allá, me escuchas, por favor, espérame allí, no te muevas, no hagas nada, espérame Marita —suplicó Yara, el miedo estaba tomando su cuerpo. Colgó llamada e inmediatamente le marcó a Izan, algo grave estaba pasando y su hija estaba sola.

Izan en cuanto terminó la llamada con su suegra salió lo más rápido que pudo hacia el departamento de Amara. No le atendió el teléfono por más que marcó; estaba preocupado y muy alterado, por suerte tenía una copia de las llaves de su prometida, así que se dirigió a toda velocidad hacia allá.

Cuando llegó al edificio coincidió con Yara, pero la mujer le señaló que se apresurara, Izan corrió y subió por el elevador angustiado por no saber nada de Amara.

Izan corrió por el pasillo, el sonido de su corazón latía con fuerza contra sus costillas. Cuando la puerta del apartamento finalmente se abrió con su llave, el silencio lo recibió como un golpe. La encontró acurrucada en el sofá, abrazándose las rodillas, con los ojos hinchados y la mirada perdida.

—Amara, mi amor —dijo Izan, su voz teñida de urgencia mientras se arrodillaba frente a ella, intentando tomarle la cara entre sus manos—. ¿Qué pasó? Tu madre me llamó. ¿Por qué no me contestabas?

Amara apenas lo miró, sus ojos marrones estaban opacos por las lágrimas.

—Izan —murmuró, su voz rasposa, casi irreconocible—. Es… es lo peor.

—¿Lo peor? ¿Qué es lo peor, cariño? —insistió él, su corazón, encogiéndose al verla así—. Háblame. Estoy aquí.

Ella finalmente levantó la vista, y la expresión en su rostro le heló la sangre. Era una mezcla de dolor, ira y una desesperación tan profunda que Izan nunca la había visto así.

—No... no voy a poder darte hijos, Izan —soltó Amara, la verdad, escapando de sus labios como un gemido ahogado—. ¡No puedo ser madre!

Izan parpadeó, la frase flotando en el aire entre ellos, incomprensible.

—¿De qué hablas? ¿Amara? —Preguntó, extendiendo una mano para tocar su brazo, pero ella se encogió.

—¡La doctora Mendoza! —su voz se quebró en un sollozo—. Mis análisis... Es menopausia prematura, Izan. A mis veinticinco años. ¡Se acabó! Todo... todo lo que planeamos...

Las últimas palabras se disolvieron en un llanto inconsolable. Izan sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Intentó abrazarla, pero Amara lo rechazó suavemente, su dolor era una barrera infranqueable en ese momento. Se quedó allí, arrodillado, viendo a la mujer que amaba desmoronarse, sin saber cómo recoger los pedazos de sus sueños.

Dos horas más tarde, Yara observaba la tetera del agua mientras está hervía, ver a su hija tan rota la había dejado anonadada. Izan estaba con ella en su habitación después de recetarle una inyección para tranquilizarla, ya que no pudo tomarse los medicamentos.




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