Amara e Izan, se casaron un año después de su diagnóstico, en una ceremonia íntima que simbolizó su compromiso no solo el uno con el otro, sino con la lucha que tenían por delante. Pese a la negativa de la enfermera, había tenido dudas durante todo el proceso, pero Izan le aseguró que la amaba y que su deseo de formar una familia se convertiría en realidad, solamente tenía que confiar y seguir los tratamientos necesarios.
La madre de Amara fue un poco reacia, no por el amor que ambos se tenían, sino por su hija, no había nada que Yara no amara más en su vida que a su pequeña Marita, sabía que el camino que la esperaba iba a ser duro para ella y temía que el resultado no fuera el esperado.
Así pasaron los meses y después los años…
Tres años. Tres años de agujas, de hormonas, de esperanzas efímeras y decepciones aplastantes. El camino de Amara hacia la maternidad se había convertido en un campo de batalla médico y emocional.
Oriana e Izan se convirtieron en sus pilares inquebrantables. Su mejor amiga, con su franqueza, la obligó a levantarse, a investigar, a agotar cada maldita opción. Izan, el amor de su vida, fue su roca, su refugio, el hombre que le recordó que su valor no residía en su capacidad de procrear.
El primer paso fue la estimulación ovárica. Cada ciclo, Amara se inyectaba meticulosamente, con la esperanza de que sus ovarios, tan perezosos y viejos para su edad, produjeran siquiera un folículo viable.
Las citas para los monitoreos ecográficos se volvieron una rutina dolorosa: la doctora Mendoza la examinaba con una paciencia infinita, mientras Amara contuvo la respiración, esperando ver algo, cualquier indicio de vida en sus ovarios. La mayoría de las veces, solo había silencio, seguido de un vacío en su corazón.
Cuando la estimulación no dio los frutos esperados, pasaron a la Fertilización In Vitro (FIV). Fue un proceso agotador. Dosis aún más altas de hormonas, la constante hinchazón y los cambios de humor. Luego, la aspiración folicular, un procedimiento invasivo donde, una y otra vez, los médicos encontraban pocos o ningún óvulo viable. Y si lograban uno, rara vez fertilizaba, o si lo hacía, no progresaba.
Cada informe de laboratorio era un puñal, y Amara se hundía un poco más, Izan permanencia a su lado, sosteniéndola cuando las fuerzas le fallaban. Hubo un par de intentos con óvulos de donante, sugerencia de la Dra. Mendoza, como una opción real si su propia reserva no mejoraba, pero Amara no podía soportar esa idea aún.
Sin embargo, Oriana no la dejó. "No te rindas, Amara. Una vez más", la alentaba. Y Amara, con una mezcla de desesperación y un resquicio de la "mujer esperanza" que Oriana insistía que era, continuaba.
Fue en el tercer año de esta odisea, después de seis ciclos fallidos de FIV con sus propios óvulos, que ocurrió.
Después de una estimulación particularmente agresiva, la Dra. Mendoza había logrado recuperar dos óvulos maduros. Ambos fertilizaron. Ambos se convirtieron en blastocistos de buena calidad. La transferencia fue un ritual cargado de una tensión casi insoportable. Amara e Izan se aferraron las manos, observando la diminuta imagen en el monitor que representaba el futuro que tanto anhelaban.
Las dos semanas de espera fueron una tortura dulcemente silenciosa. Amara intentó no pensar, no sentir, no ilusionarse. Pero era imposible. Cada síntoma la enviaba en espiral de esperanza y terror. Hasta que, por fin, llegó la llamada de la clínica.
—Amara, tu prueba de embarazo... —La voz de la enfermera al otro lado parecía venir de otro mundo—. Es positiva.
El teléfono se le resbaló de los dedos. Una ola de calor la inundó, no un sofoco, sino una dicha pura y avasalladora. Positiva. Estaba embarazada. Izan entró por la puerta en ese mismo instante y Amara se lanzó a sus brazos, sollozando con una alegría que jamás había creído posible.
—¡Lo logramos, Izan! —gritó entre lágrimas, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello—. ¡Lo logramos!
Los siguientes dos meses fueron la época más feliz de su vida. Cada náusea, cada punzada, cada vez que Izan le frotaba la espalda en las madrugadas, era una confirmación bendita. Hablaban del nombre, del color de la habitación, de las primeras patadas. Amara se sentía plena, completa, como nunca antes. Su cuerpo no la había traicionado, después de todo. Era un milagro. Su milagro.
Izan abrió la puerta del apartamento con un suspiro de alivio, dejando caer su mochila junto a la entrada. El aroma a la cena recién hecha de Amara lo recibió, una señal de normalidad y calidez que había anhelado durante su largo turno.
—¡Estoy en casa! —exclamó, dejando sus llaves en el cuenco de la entrada.
Amara apareció por el pasillo, con una sonrisa radiante que iluminó su rostro cansado. Su abdomen, apenas perceptible bajo su blusa holgada, era un secreto glorioso entre ellos.
—¡Justo a tiempo! La cena está lista —dijo ella, acercándose para envolverlo en un abrazo—. ¿Qué tal tu día, cirujano?
Izan la apretó contra él, el cansancio del hospital desapareciendo al sentirla cerca.
—Largo. Horrible, de hecho. Dos cirugías de emergencia, y una junta que duró una eternidad. Pero todo se olvida al verte. ¿Cómo estuvo el día de mis dos amores? ¿Mucho papeleo? ¿Muchas náuseas?
Amara rio suavemente, recostando la cabeza en su hombro.
—El papeleo es aburrido, pero se soporta. Y las náuseas... hoy fueron más amables. Creo que el pequeño ya se está apiadando de su mamá.
Se separaron y caminaron hacia la cocina. Izan se sentó a la mesa mientras Amara servía.
—¿Te imaginas, Izan? —preguntó Amara, su mirada soñadora—. Falta tan poco para las primeras patadas. La doctora Mendoza dijo que en un par de semanas ya podría sentirlo.
—Lo estoy deseando, cariño —respondió Izan, su voz llena de ternura. Tomó su mano sobre la mesa y acarició sus nudillos—. Lo he pensado todo el día. ¿Crees que será tan inquieto como tú? Seguro que sí.