Los días que siguieron al aborto espontáneo se fundieron en una densa niebla de dolor y agotamiento. Amara no regresó a su departamento. El sangrado había sido excesivo, y la Dra. Mendoza, con una expresión grave, decidió que lo más prudente era mantenerla internada unos días en el Hospital, bajo observación. La ironía de estar atrapada en el lugar donde trabajaba, donde cada pasillo, cada rostro conocido, le recordaba su profesión y, por extensión, la vida que se le escapaba, era una tortura silenciosa.
Su madre, Yara, no se separó de su lado. Se instaló en el pequeño sofá reclinable de la habitación, una presencia constante y reconfortante. Hablaba en voz baja con las enfermeras, se aseguraba de que Amara comiera algo, le acariciaba el cabello con una ternura infinita. Pero Amara apenas la registraba. Su mirada estaba fija en la ventana, en el cielo gris que reflejaba el vacío en su alma.
Cuando Izan aparecía, el aire de la habitación se volvía pesado. Él llegaba directamente del quirófano o de sus rondas, con el cansancio grabado en el rostro, pero sus ojos solo buscaban los de Amara, llenos de una preocupación y un amor que ella no podía, o no quería, corresponder. Se sentaba en la silla junto a la cama, intentaba tomarle la mano, le hablaba con voz suave, le contaba detalles insignificantes de su día en un intento desesperado por romper la burbuja de silencio que la envolvía.
Pero Amara no lo miraba. Ni siquiera quería. Mantenía sus ojos cerrados, o fijos, en el punto más distante de la habitación, como si la presencia de Izan fuera un recordatorio insoportable de lo que habían perdido, de lo que ella no pudo darle. Su dolor era una pared, y él, el hombre que la amaba más que a nada, estaba al otro lado, incapaz de cruzarla.
Una tarde, mientras Izan había salido un momento a buscar café, Yara se inclinó sobre Amara, su voz teñida de una preocupación profunda.
—Marita, mi amor —susurró, acariciándole la frente—. ¿Por qué no lo miras? Izan está destrozado, mi niña. Él también sufre.
Amara sintió un nudo en la garganta. La pregunta de su madre la punzó, pero la respuesta se atascó en algún lugar profundo de su ser. No había palabras para explicar el torbellino de emociones: la culpa, la vergüenza, el miedo de ver en sus ojos la decepción, el reflejo de su propia incapacidad. Era un dolor tan íntimo, tan personal, que sentía que compartirlo lo haría más real, más insoportable.
Cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados.
—Estoy cansada, mamá —murmuró, su voz apenas audible. Era una mentira, o quizás una verdad a medias. Estaba cansada de sentir, cansada de luchar, cansada de la esperanza que siempre se convertía en cenizas.
Yara suspiró, su mano aún en el cabello de Amara. Entendió que no obtendría una respuesta. No en ese momento. Se limitó a seguir acariciándola, mientras Amara se hundía más en la almohada, deseando que el sueño la arrastrara lejos, a un lugar donde el dolor no pudiera alcanzarla. Se durmió, o al menos fingió hacerlo, para escapar de la mirada preocupada de su madre y de la inminente llegada de Izan.
La madrugada del tercer día de Amara en el hospital, Oriana apareció por la puerta de la habitación de su mejor amiga. Su turno en diálisis había terminado, y en lugar de ir a casa a descansar, sus pies la llevaron directo allí. La habitación estaba en penumbras, solo la tenue luz de la pantalla de un monitor parpadeaba, y el suave ronquido de Yara desde el sofá reclinable llenaba el silencio.
Oriana se acercó a la cama. Amara estaba despierta, sus ojos abiertos y fijos en la ventana, en la oscuridad del cielo antes del amanecer. Ni siquiera parpadeó al sentir la presencia de Oriana.
—Mara —susurró Oriana, sentándose en la silla junto a la cama—. ¿No puedes dormir?
Amara tardó un momento en responder, su voz rasposa como si no la hubiera usado en horas.
—Me siento ahogada aquí. Cada segundo en este lugar es una tortura. Necesito salir.
Oriana asintió lentamente.
—Lo sé. Pero tienes que recuperarte, Amara. El sangrado fue importante.
Un silencio tenso se instaló. Oriana tomó la mano de Amara, pero ella la retiró casi imperceptiblemente, como si el contacto físico le resultara repulsivo.
—Izan vino hace un rato —dijo Oriana, con cautela—. Estaba muy preocupado. ¿Por qué no quieres hablar con él?
Amara soltó una risa seca, sin humor. Una risa que le heló la sangre a Oriana.
—No hay nada de que hablar, Oriana.
—¿Cómo que no? Es tu esposo. Él también lo está sufriendo contigo —insistió Oriana, su voz un poco más firme.
—¿Y qué? —La respuesta de Amara fue cortante, un filo que Oriana no le conocía—. ¿De qué sirve sufrir juntos? La verdad es que él no puede entenderme. Nadie puede. Nadie sabe lo que es tener tu sueño más grande arrancado de raíz por tu propio cuerpo. Estoy harta, Oriana. Harta de la gente que me mira con lástima, harta de sentirme defectuosa.
Oriana la observó con una mezcla de sorpresa y preocupación. La Amara que tenía enfrente no era la amiga que conocía, la "mujer esperanza" que siempre exudaba empatía y optimismo, incluso en las situaciones más difíciles del hospital. Esta Amara era una versión endurecida, a la defensiva, con una amargura tan palpable que le cerraba el pecho.
—Mara, estás... estás hablando de una manera que no te reconozco. Eres Amara. La enfermera más brillante que conozco, la mujer que siempre encuentra la solución, la que nunca se rinde. Esto no eres tú.
—Esto es exactamente yo ahora —replicó Amara, su voz baja, pero llena de una fatiga profunda—. La Amara que creíste conocer era una ilusión. Una mentira. Yo no soy esperanza, Oriana. Soy un fracaso. Y no quiero que nadie lo vea.
Oriana se estremeció. No había lágrimas en los ojos de Amara, solo una desolación fría y una hostilidad latente. La empatía que Amara siempre había irradiado parecía haberse extinguido, reemplazada por una coraza de dolor que ni siquiera su mejor amiga podía penetrar. Aquella conversación, en la quietud de la madrugada hospitalaria, la asustó más que cualquier diagnóstico médico. No era solo el aborto; era la persona que Amara estaba dejando de ser.