El chillido agudo de la alarma de código azul rasgó el silencio gélido del turno nocturno. "¡Sala de partos, emergencia!" Amara sintió un escalofrío, una respuesta automática que nada tenía que ver con la vieja emoción de los retos. Su cuerpo se movió antes de que su mente pudiera procesarlo, dirigiéndose a toda velocidad hacia la sala. Era un parto de emergencia, una mujer con preeclampsia severa. Amara se movió con eficiencia como una máquina, asistiendo a los doctores, sus manos expertas preparaban el material, controlaban los signos vitales, todo con una precisión impecable.
La sala era un hervidero de actividad. Gritos de dolor de la paciente, órdenes urgentes de los médicos, el pitido frenético de los monitores. En medio del caos controlado, una de las enfermeras nuevas, una joven llamada Sofía, se equivocó al pasar un instrumento. Sus manos temblaron, y el objeto cayó al suelo con un tintineo metálico que pareció amplificarse en el tenso ambiente.
Amara se giró, sus ojos clavándose en Sofía con una intensidad helada.
—¿Estás bromeando? —Su voz era un susurro peligroso, más aterrador que cualquier grito—. ¡En una emergencia como esta no hay lugar para errores, enfermera! ¿No puedes concentrarte? ¡Recoge eso y trae otro, ahora! ¡Y hazlo bien esta vez!
Sofía se encogió, sus ojos llenos de lágrimas y vergüenza, mientras se apresuraba a cumplir la orden. El resto del equipo médico, acostumbrado a la nueva Amara, mantuvo la vista en la paciente, pero la tensión en la sala era palpable, un frío que iba más allá del aire acondicionado.
Minutos después, el bebé nació, un llanto débil, pero milagroso llenó la sala. Una vida había llegado, y Amara, con la misma frialdad, se aseguró de que todo estuviera en orden antes de salir de la sala, dejando a Sofía temblando y al resto del equipo en un silencio incómodo.
Oriana, que había estado en el turno de la noche en otra área y había escuchado el altercado, interceptó a Amara en el pasillo, su rostro reflejaba una mezcla de tristeza y frustración.
—Amara, ¿qué fue eso? —preguntó Oriana, su voz suave pero firme—. Sofía es nueva, está aprendiendo. No tenías por qué ser tan dura con ella.
Amara se detuvo, pero no miró a Oriana. Su expresión era de hastío.
—No hay tiempo para delicadezas en una emergencia, Oriana. Si no puede manejar la presión, este no es su lugar. La vida de un paciente depende de nuestra eficiencia, no de sus sentimientos.
—Pero la empatía también es parte de nuestro trabajo, Amara —insistió Oriana, dando un paso al frente—. ¿Recuerdas lo que nos decías siempre? Que hay que ver al paciente, no solo la enfermedad. ¿Y a tus colegas? ¿Dónde quedó la Amara que apoyaba a los demás?
Amara finalmente la miró, y la frialdad en sus ojos era un muro impenetrable.
—No tengo tiempo para esas tonterías. Tengo mucho trabajo.
Oriana la miró fijamente, con el dolor de ver a su amiga tan cambiada. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Amara, notando la delgadez que se había vuelto casi extrema, los pómulos marcados, la piel pálida. Ya no era la Amara vibrante que conocía. Siempre estaba en el hospital, siempre con turnos extra, siempre enredada en actividades que la mantenían alejada de cualquier cosa que se pareciera a una vida personal.
—¿Tonterías, Amara? —Oriana no cedió, su voz se tornó más severa—. ¿Decirle a una colega que hiciste bien un trabajo es una tontería? ¿Ser amable es una tontería? ¿Verte como un fantasma es normal? Has bajado diez kilos, Mara. Tu cara es hueso y sombras. Vives aquí, te pierdes en los pasillos y en el papeleo para no tener que ver a nadie.
Amara endureció la mandíbula, sus puños se apretaron a los costados. La verdad de las palabras de Oriana era como sal en una herida abierta.
—Eso no es asunto tuyo —siseó, su voz apenas un murmullo helado.
—Claro que es asunto mío —replicó Oriana, el dolor ahora mezclado con una frustración palpable—. Eres mi mejor amiga.
Amara la ignoró, girándose para alejarse. Se perdió por el pasillo, dejando a Oriana sola, con el corazón encogido.
Aceleró el paso, dejando a su amiga atrás en el pasillo. No quería más sermones, más miradas de lástima, más recordatorios de la persona que alguna vez fue. Necesitaba escapar de Oriana, de ese hospital y, sobre todo, de sí misma. Sus pies la llevaron, casi por inercia, al cuarto de enfermeras del área de obstetricia, un pequeño santuario donde, a esas horas de la madrugada, esperaba encontrar algo de soledad y la posibilidad de un breve descanso.
Cerró la puerta con un golpe sordo y la trancó. La habitación, con sus cuatro literas apretadas y un pequeño vestidor, estaba oscura y vacía. Se sentó en una de las camas inferiores, su espalda contra la pared fría, y miró a la nada. Su mente divagó, saltando de un pensamiento a otro, sin anclarse en ninguno. Las imágenes del parto reciente se mezclaban con el eco de las palabras de Izan, la preocupación de su madre y la punzante verdad en la voz de Oriana.
Se levantó con un esfuerzo, la fatiga pesando en sus huesos, y caminó hacia el vestidor. La luz tenue que se filtraba por una pequeña rendija apenas iluminaba el espejo de cuerpo entero. Se paró frente a él, y por un momento, fue como si una extraña la estuviera observando.
Sus ojos recorrieron la figura que se reflejaba. La piel, antes luminosa, estaba pálida y tirante sobre los pómulos afilados. Las ojeras oscuras le daban una profundidad casi fantasmal a su mirada, que ya no brillaba con la chispa de antaño. El cabello, antes cuidado y brillante, ahora caía sin vida alrededor de su rostro demacrado. Había adelgazado tanto que el uniforme le quedaba grande, colgando de sus hombros como si no le perteneciera.
No se reconoció. Tenía tiempo que su imagen parecía no ser ella misma. Se llevó una mano al rostro, sintiendo la textura de su propia piel, como si intentara confirmar que era real, que no era un fantasma. La Amara del espejo era una extraña, una versión consumida y vacía de la mujer que alguna vez fue. Era la viva imagen del dolor, del resentimiento y de la esperanza perdida. La Amara, que había muerto hace dos años.