Las palabras del director resonaron en los oídos de Amara como un eco distante.
Rescindida. Expulsada. La última tabla de salvación ofrecida —una vacante en un hospital rural en un lugar llamado Regnskog— no era un salvavidas, sino una condena al exilio. No respondió. No había palabras. Simplemente, asintió una vez, vacía, se levantó de la silla y, sin despedirse, salió de la oficina. Dejó atrás el aire denso y las miradas preocupadas, y se dirigió hacia la salida del hospital. Quería desaparecer, fundirse con la luz pálida de la mañana que se filtraba por los ventanales.
No llegó lejos. Justo cuando cruzaba el pasillo principal, sintió una mano suave en su hombro.
—Amara, espera —La voz de la Dra. Mendoza era urgente, sus ojos reflejaban una mezcla de lástima y frustración. La tomó del brazo, obligándola a detenerse—. Necesitas escucharme.
Amara se soltó con un movimiento brusco, su rostro inexpresivo.
—No hay nada que escuchar, doctora.
—¡Sí, lo hay! —insistió la Dra. Mendoza, interponiéndose en su camino—. Sé que esto es duro, muy duro, pero tienes que entender la situación. Tu error fue grave. Muy grave. La noticia correrá. En este círculo, Amara, los chismes viajan rápido. Te va a ser muy difícil conseguir otro trabajo en cualquier hospital de la ciudad. Lo sabes.
Amara desvió la mirada, sus ojos perdidos en algún punto más allá del hombro de la doctora. El director le había dado una salida. Una oportunidad de escapar del estigma, pero implicaba irse. Irse lejos.
—Esta es una oportunidad, Amara —continuó la Dra. Mendoza, su voz ablandándose ligeramente—. Un cambio de aires. Un lugar nuevo donde nadie conoce tu historia, donde puedes volver a empezar. Es un hospital pequeño, rural, en Regnskog. Sé que suena intimidante, pero la directora de ese hospital, la Dra. Elara Johansen, es una colega mía, una muy buena amiga, de hecho, fue mi mentora cuando yo empecé. Es una mujer excepcional. Te ayudará. Te dará el espacio que necesitas para recuperarte.
Amara la miró fijamente, con los ojos vidriosos, pero sin dejar que las lágrimas cayeran. Su mente gritaba las razones: no estaba bien anímicamente, no podría lidiar con algo así sola, viajar sola, lejos de lo que creía seguro —aunque ya nada se sintiera seguro—, lejos de la última pizca de familiaridad que le quedaba. La idea de enfrentar un mundo desconocido sin nadie a su lado, de reconstruirse en un lugar extraño, la aterraba. Pero no le dijo nada de eso a la doctora. No podía. Era demasiado vulnerable, demasiado personal.
—No —interrumpió Amara, su voz baja, casi inaudible, pero cargada de una resistencia férrea—. No quiero. Estaré bien —mintió, su voz sonando hueca, incluso para sus propios oídos—. Me las arreglaré. No necesito irme a ningún hospital rural. No necesito nada.
Se giró de nuevo y esta vez la Dra. Mendoza no la detuvo. Amara caminó por el pasillo, dejando atrás todo, a su hospital, y a la última posibilidad que le ofrecían de escapar de su propia destrucción. El vacío que sentía era abrumador, pero la idea de llenarlo con algo nuevo le generaba un terror aún mayor. Estaba negada al cambio, negada a la sanación, aferrada a su dolor como a un viejo amigo, sin saber que al hacerlo, se estaba cavando una fosa más profunda.
La vibración del celular de Amara sobre la mesita de noche era una molestia persistente. Lo ignoró. Una y otra vez. Estaba acurrucada bajo una manta, el departamento sumido en una oscuridad autoimpuesta, su único refugio del mundo exterior. Sin embargo, el timbre insistente de la puerta la obligó a levantarse, el corazón martilleando de irritación. ¿Quién sería a estas horas? Era demasiado temprano para el repartidor y demasiado tarde para cualquier visita social.
Abrió la puerta solo para encontrar a Oriana, su rostro, una mezcla de preocupación y determinación. Oriana la miró, sus ojos escudriñando el rostro demacrado de Amara.
—Mara, ¿por qué no contestas mis llamadas? Me enteré lo del hospital. Me lo contó la Dra. Mendoza —dijo Oriana, entrando sin esperar invitación. Sus ojos se fijaron en la palidez de Amara, en la forma en que su ropa le quedaba aún más grande.
Amara se encogió de hombros, volviéndose para alejarse.
—No hay nada que hablar. Es mi problema.
—¡Claro que lo hay! Y no es solo tuyo —Oriana la siguió, su voz suave pero firme—. Escucha, Amara, sé que esto es un golpe horrible, pero tienes que ver la oportunidad. La Dra. Mendoza no te enviaría a un lugar que no fuera bueno. Elara Johansen es su amiga, su mentora. Es una mano extendida.
Amara se dejó caer en el sofá, agotada.
—No puedo irme, Oriana.
Oriana se sentó frente a ella, tomando sus manos con delicadeza. El corazón le dolía al ver a su amiga tan rota, pero había otra noticia, un secreto que pesaba como una losa en su conciencia, algo que no podía decir y que, al mismo tiempo, hacía imperativo que Amara se fuera. No había forma de decírselo a Amara ahora. La destruiría por completo. Lo único que podía hacer era empujarla lejos, a un lugar donde pudiera sanar sin la constante puñalada de ese dolor.
—No te cierres una oportunidad, Amara —dijo Oriana, su voz urgente—. Solo tienes que irte. Tienes que moverte. Este hospital, esta ciudad, todo lo que te recuerda... te está matando, Amara. Te estás consumiendo. Mira cómo estás.
Amara se liberó de su agarre, su mirada llena de resentimiento.
—Físicamente estoy bien. Es mi decisión. No me voy.
—No, no estás bien —replicó Oriana, la voz un poco más alta—. Y esta no es una decisión. Es la única salida que tienes para no ahogarte en este hoyo. Sé que te duele, pero tienes que soltar. Tienes que respirar otro aire. Tal vez no sea la solución perfecta, pero es lo único que tienes para empezar a sanar. Para encontrar algo de ti misma de nuevo.
Amara se negó. A pesar de los ruegos de Oriana, la determinación en sus ojos era inquebrantable, una terquedad nacida del miedo y el dolor.