Amara salió del hospital como un autómata, la caja de cartón con sus escasas pertenencias aferrada a su costado. Sus pies se movían rápidamente por la acera, tan perdida en la maraña de sus pensamientos y el eco de las palabras de Camila Rojas que no se dio cuenta de la figura que la seguía. El sol de la mañana la golpeaba con una luz cegadora, pero ella solo veía la escena repetida de Izan y la doctora, sonrientes, con el embarazo como un trofeo reluciente.
Fue el contacto frío de una mano en su brazo lo que la detuvo. Amara se giró bruscamente, con el aliento atrapado en su garganta al ver a Izan. Su rostro, antes lleno de alegría, ahora estaba surcado por la preocupación y una culpa evidente.
—Amara, por favor, espera —dijo Izan, su voz baja y apremiante—. Necesito hablar contigo.
La furia, contenida a duras penas durante tanto tiempo, estalló. Con un grito ahogado, Amara lo empujó con todas sus fuerzas. La caja se le resbaló de las manos y cayó al suelo, esparciendo sus contenidos: un bolígrafo, una libreta de notas, una foto antigua de ellos dos sonriendo, un pequeño estetoscopio de juguete que alguna vez pensó regalar a su futuro hijo.
—¡Déjame en paz! —jadeó Amara, su voz rota por la emoción. Estaba devastada por la noticia de su paternidad, humillada por las palabras de Camila, y sintiendo un coraje hirviendo contra Izan, contra su felicidad, contra su nueva vida.
Izan se agachó para intentar recoger las cosas, pero Amara lo pateó suavemente, sin fuerza pero con intención.
—Amara, yo... yo lo siento —comenzó Izan, su voz llena de remordimiento mientras se incorporaba, sus ojos suplicantes—. Lo de Camila, la forma en que te enteraste... Yo quería decirte, pero no sabía cómo. Por favor, Amara.
La disculpa solo avivó las llamas de su ira. ¿Disculpas? ¿Por seguir con su vida? ¿Por ser feliz?
—¿Lo sientes? ¿Lo sientes? —repitió Amara, su voz subiendo de tono, atrayendo alguna que otra mirada curiosa de los transeúntes. Estaba furiosa, y no le importaba quién la viera—. ¿Sientes haber avanzado? ¿Sientes haberte salvado? ¿Sientes que yo soy la única que se pudre en la miseria?
Izan extendió una mano hacia ella, intentando acercarse.
—No digas eso, Amara. Nunca. Tú no te pudres en nada. Quería que supieras que... que estoy aquí para ti. Que me importa. Que a pesar de todo, te aprecio. Quería hacerte sentir bien.
La rabia le hirvió en las venas. La oferta de consuelo de Izan, su intento de "hacerla sentir bien", fue la gota que colmó el vaso. Se abalanzó sobre él, golpeando su pecho con sus puños cerrados, aunque sin fuerza, más por la desesperación que por el deseo de herirlo físicamente.
—¡Cállate! ¡No me importa que te importe! ¡No me hagas sentir bien! —gritó, las lágrimas resbalándole por las mejillas—. ¡Tú no puedes entenderme! ¡Tú vas a tener un hijo! ¡Un hijo, Izan! ¿Y yo qué? ¿Qué me queda a mí? ¡Nada! ¡Ni siquiera mi trabajo! ¡Mi cuerpo me falló, mi vida se rompió, y tú sigues adelante como si nada! ¡Me das asco! ¡Tú y tu vida perfecta!
Izan se quedó inmóvil, recibiendo sus golpes y sus palabras, con el corazón encogiéndose ante cada acusación. Quería abrazarla, gritarle que también le dolía, que no era como ella pensaba, pero la veía tan fuera de sí, tan devastada, que cualquier intento de consuelo solo la enfurecía más. El caos entre ellos no era solo la caja de objetos esparcidos, sino la violenta colisión de dos mundos: el de Amara, estancado en la ruina, y el de Izan, que dolorosamente había seguido adelante.
Cuando los puños de Amara cayeron exhaustos, Izan la tomó suavemente por los brazos, sus ojos fijos en los de ella, llenos de una tristeza abrumadora.
—Amara, por favor, escúchame —suplicó, su voz apenas un susurro—. Lo siento. Lo siento por la forma en que te enteraste, lo siento por todo el dolor que te está carcomiendo. Entiendo que no desees verme, que mi presencia te duela. Sé que lo nuestro terminó de la peor manera, pero quiero que sepas que lo que tuvimos lo guardaré siempre como lo más bello de mi vida. Nunca lo olvidaré.
Hizo una pausa, tomando aire, la decisión de decir la verdad más dura que cualquier cirugía.
—Pero no puedes seguir así, Amara —continuó, su voz firme a pesar del dolor en sus ojos—. Tienes que perdonarte. No es tu culpa lo que pasó. No es tu culpa lo del bebé, no es tu culpa lo de tu cuerpo. No puedes seguir viviendo en este dolor que te está destruyendo. Te alejaste de todos, me hiciste a un lado, levantaste un muro que nadie pudo derribar. Yo... yo te amaba, Amara. Te amé con cada fibra de mi ser. Pero me fue imposible continuar así, luchando solo para que estuvieras bien, para que salieras del abismo en el que te metiste.
Las palabras de Izan, aunque dichas con dolor, fueron una nueva puñalada. La confrontación, la verdad cruda de su incapacidad de luchar por ella, por ambos, la helaron hasta el alma.
—¿Perdonarme? —respondió Amara, una risa amarga escapando de sus labios agrietados—. ¿Y tú crees que eso lo arregla todo? Te deseo toda la felicidad, Izan. Toda. Con ella, con tu hijo, con tu vida perfecta. Pero ahórrate tus palabras bonitas. Tus lamentos. Lo mejor es que hagamos como que nunca tuvimos nada. Como si no hubiéramos existido.
Con esas últimas palabras, llenas de una frialdad que buscaba cortar cualquier hilo que aún los uniera, Amara se inclinó, recogió sus cosas esparcidas por el suelo con movimientos torpes, ignorando la foto de ellos dos que Izan había logrado recoger.
Amara se alejó de Izan, su corazón un puño apretado de dolor y rabia. Caminó sin rumbo fijo por un tiempo, ignorando el bullicio de la ciudad, hasta que sus pies, casi por inercia, la llevaron de regreso a su departamento. La idea de encerrarse en la oscuridad de su refugio, lejos de cualquier mirada juzgadora o compasiva, era lo único que la mantenía en pie.
Lo último que esperó encontrar al abrir la puerta de su apartamento era a su madre, Yara, y a su padre, Ciro. Su padre, un hombre de pocas palabras y gestos, dedicado por completo a su taller, rara vez visitaba el departamento de Amara. Su presencia allí era inusual, casi un presagio. Amara desconocía que Oriana, preocupada por su amiga tras su conversación, había alertado a Yara, quien, sin dudarlo, había movilizado a la familia.