La Hija del Alfa

9-Harta

Han pasado dos días desde que Amara, con la garganta apretada y el corazón hecho trizas, aceptó el exilio disfrazado de transferencia. El departamento, antes un santuario, ahora se sentía como una prisión. La mañana del tercer día, un sobre llegó por debajo de la puerta: los papeles oficiales del hospital, la autorización de su traslado y las instrucciones para presentarse ante la Dra. Elara Johansen en Regnskog. La fecha límite era perentoria. Tenía que irse.

El simple hecho de pensar en empacar le provocaba un dolor de cabeza palpitante. Se sentó en el suelo de su habitación, rodeada de su vida desordenada, mirando un montón de ropa sobre la cama. No sabía qué empacar. No sabía qué llevar. ¿Qué se lleva uno a un lugar del que no se sabe nada? Del clima, solo le venían a la mente vagas nociones de un lugar boscoso y lluvioso, donde la nieve caía en inviernos extremos. Ella viajaría casi llegando el otoño, lo que implicaba un frío que le era ajeno a su vida en la ciudad.

Se levantó con un suspiro y abrió su armario. Ropa de trabajo, uniformes impecables que ahora le quedaban grandes. Ropa casual que apenas usaba. Fotografías. Libros de medicina. Cada objeto parecía susurrarle fragmentos de su vida anterior, la que había perdido. La maleta de viaje, una antigua compañera de aventuras felices con Izan, ahora la miraba desde el fondo del armario como un recordatorio más de lo que ya no era.

Con un nudo en el estómago, Amara comenzó a seleccionar. Unos cuantos uniformes, lo básico para el aseo personal, y luego se detuvo en la ropa. Necesitaría abrigos, suéteres gruesos, botas impermeables. Ropa que nunca pensó necesitar en su vida. Quería reducir su existencia a lo esencial, a lo funcional. Quería dejar atrás todo lo que la atara a la mujer que había sido, a los sueños que se habían desvanecido. No por deseo de renovación, sino por la pura necesidad de escapar del peso del pasado. Cada prenda que doblaba, cada cepillo de dientes que metía en la bolsa, era un paso más hacia lo desconocido, hacia ese lugar llamado Regnskog, donde esperaba, ingenuamente, encontrar un poco de paz en la lejanía.

Amara seguía empacando, su mente flotando entre la monotonía de la tarea y el abismo de sus pensamientos. Metódicamente, vaciaba los cajones y estantes, separando lo que iría con ella de lo que dejaría atrás. Fue entonces, en el fondo de un viejo baúl, que sus dedos rozaron una pequeña caja. Sus labios se apretaron al reconocerla. Habían pasado dos años, y no recordaba si la había guardado ella o si Izan lo había hecho en algún momento de aquel infierno. Entre tanto dolor y caos, algunos pedazos de su pasado se habían vuelto borrosos.

Con un temblor casi imperceptible en las manos, abrió la tapa. El golpe sacudió su pecho con una violencia física. Allí estaban, envueltos en un pañuelo de seda pálida, los fantasmas de su sueño roto: la prueba de embarazo con sus dos líneas definitivas, las ecografías que mostraban una diminuta vida en formación, y un par de pequeños zapatitos de lana, tejidos con amor por las manos de su madre. Un rosa suave y un azul tenue, símbolos de una esperanza que nunca se concretó.

Fue una bomba de emociones. La alegría efímera, el terror al sangrado, la devastación en el hospital, el abrazo de Izan, su frialdad, el divorcio, la soledad... todo se agolpó en su mente. Amara dio un paso atrás, el aire escapándose de sus pulmones. Sus piernas cedieron, y se sentó contra el borde de la cama, el cuerpo tembloroso y la caja aún abierta en sus manos.

Con los ojos fijos en la nada, observando la pared frente a ella como si contuviera todas las respuestas, las lágrimas comenzaron a resbalar sobre sus mejillas.

Amara se mantuvo sentada en el suelo, la caja abierta a sus pies, mientras las lágrimas trazaban senderos salados por sus mejillas. Los objetos frente a ella eran portales a recuerdos que la asaltaron sin piedad. Su mente retrocedió en el tiempo, regresando a la época dorada, la época más feliz de su vida.

Pudo casi sentir la calidez del departamento cuando Izan aún vivía allí. No era solo un espacio físico; era un hogar vibrante, lleno de risas, de planes futuros, de la dulce anticipación. Recordó cómo decoraban, con qué alegría Izan le frotaba la espalda en las madrugadas de náuseas, cómo hablaban del nombre, del color de la habitación del bebé, de las primeras patadas que esperaban con impaciencia.

El amor se podía respirar en cada rincón. En la cocina donde preparaban cenas para dos (y pronto para tres), en la sala donde se acurrucaban para ver películas, en la recámara, donde sus sueños se tejían en voz baja antes de dormir. Había vida, había amor, una plenitud que Amara creyó inquebrantable, un futuro prometedor que se extendía ante ellos.

Y ahora... ahora solo había soledad y silencio. La alegría de antaño se había evaporado, dejando un eco doloroso en cada habitación vacía. La calidez se había convertido en un frío que se le metía en los huesos, recordándole que la vida que una vez compartió se había ido, desvanecida como una bruma. La Amara de entonces, la mujer plena, completa, llena de esperanza, era solo un fantasma. Y el silencio, el pesado silencio del departamento vacío, era la banda sonora de su vida rota.

Mientras Amara estaba inmersa en sus pensamientos, una tristeza voraz se apoderó de ella. Era como una mancha oscura que se extendía sin piedad, cubriendo cada parte de su cuerpo y su mente, sin darle oportunidad alguna a la luz. Los pensamientos negativos llegaron en cascada, arrastrándola más profundo en el abismo. Su mente se llenó de una sola palabra, repetida una y otra vez: harta. Estaba harta de todo. Harta del dolor, harta de la soledad, harta de la lucha. Estaba harta de vivir. La idea, fugaz, pero persistente, se instaló en su cerebro, una voz silenciosa que prometía el fin de todo sufrimiento.

El repentino y fuerte toque en la puerta de la entrada interrumpió la oscuridad de sus pensamientos. Amara respiró hondo, como si hubiera salido de un trance, sintiéndose ahogada por la densa niebla que la había envuelto. El sonido la arrancó de la inercia, sacudiéndola hasta la médula. Se puso de pie rápidamente, componiéndose el cabello y la ropa con movimientos torpes, intentando borrar de su rostro cualquier rastro de la profunda desesperación que acababa de consumirle. Necesitaba salir, necesitaba saber quién estaba allí.




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