Amara estaba lista. O al menos, tan lista como podía estar. Su maleta, cuidadosamente empacada con cosas que creyó necesarias para un clima que apenas podía imaginar, permanecía cerrada junto a la puerta. Oriana, en su insistencia por equiparla para lo desconocido, le había traído un impermeable rojo vibrante y un par de botas para lluvia a juego. "Es innecesario", había pensado Amara en un principio, recordando su aversión por los días grises y la humedad pegajosa. Pero Oriana, con su habitual determinación, le había asegurado que se dirigía a un lugar extremoso, donde la lluvia y el frío serían constantes compañeros.
¿Qué haría en Regnskog? La pregunta flotaba en el aire de su departamento vacío, sin respuesta. Antes, habría sabido qué le gustaba y qué no. Antes, odiaba la lluvia y los días sombríos. Ahora, ni siquiera estaba segura de qué le agradaba. La vida se había reducido a una serie de negaciones, a un rechazo constante de todo lo que una vez le dio alegría.
Miró la maleta, una extensión de su incertidumbre. Intentaba procesar su decisión, aunque sabía que había sido forzada por las circunstancias, una huida más que una elección. A pesar de todo, no podía dejar de pensar en Izan. La imagen de la Doctora Rojas, con su vientre abultado y su sonrisa radiante, le daba escalofríos, un frío que se le metía en los huesos, mucho peor que cualquier clima extremo. Deseaba que aquello parara, que la imagen se desvaneciera de su mente, pero no tenía fin. Su cabeza estaba obsesionada con esa escena: ella, feliz, contándole a todos sobre su embarazo, una vida que Amara anheló y perdió. El fantasma de esa felicidad ajena la perseguía, un recordatorio constante de su propio vacío.
Amara alejó los pensamientos con un esfuerzo sobrehumano cuando la notificación del Uber sonó en su celular. El coche, que la llevaría al aeropuerto, estaba allí para recogerla, marcando el inicio de su exilio. Con un suspiro, tomó su maleta y bajó. Subió al asiento trasero sin mirar atrás, sin una última ojeada a lo que había sido su hogar, el escenario de su felicidad y de su devastación.
No sabía si aquella era una decisión justa. Le parecía tan abrumador el tener que dejar su vida atrás, cada fragmento de lo que conocía, cada recuerdo, bueno o malo. Pero su existencia había caído en una oscuridad tan asfixiante que, a esas alturas, ya no sabía qué era mejor. El dolor era una constante, una neblina que lo cubría todo. Quizás escapar de la niebla era la única opción.
Al llegar al aeropuerto, el bullicio habitual no logró distraerla. Se movía entre la multitud como un fantasma, hasta que una visión familiar la detuvo en seco. Allí estaban, su madre Yara, su padre Ciro y Oriana, de pie, esperándola. Una punzada de sorpresa y gratitud la recorrió. No había esperado que vinieran.
Ellos se acercaron rápidamente, Oriana a la cabeza.
—¿De verdad creíste que te íbamos a dejar ir sola? ¿Qué no nos íbamos a despedir? —dijo Oriana, su voz vibrante a pesar de la emoción que la embargaba. No esperó respuesta, envolviendo a Amara en un abrazo tan fuerte que por un segundo la hizo sentir segura.
Amara se aferró a ella, las lágrimas, que creyó agotadas, asomándose de nuevo.
—Lo siento, Oriana —murmuró, su voz apenas un susurro ahogado en el hombro de su amiga—. Lo siento por no haber sido una buena amiga en todo este tiempo.
Oriana se separó un poco, sus manos en los brazos de Amara, sus ojos llenos de una mezcla de amor y esperanza.
—No hay nada que perdonar, Mara. Entiendo por lo que has pasado. Solo espero que, cuando te vuelva a ver, ese brillo en tus ojos haya regresado. Haz lo mejor en el nuevo hospital, Amara. Y por favor, disfruta el inicio de esta nueva vida. Te lo mereces.
Luego fue el turno de sus padres. Yara la abrazó con la fuerza de quien se despide de un pedazo de su alma, susurrándole bendiciones y promesas de visitarla. Ciro, fiel a su naturaleza, le dio un abrazo firme y un apretón en el hombro, sus ojos húmedos transmitiendo todo lo que sus palabras no podían. Mientras se alejaba para pasar por seguridad, Amara miró una última vez a su familia y a su mejor amiga, las únicas luces en su oscuridad. La decisión de irse seguía siendo un salto al vacío, pero ahora, al menos en ese momento, sabía que no estaba completamente sola.
El viaje fue un torbellino de aeropuertos desconocidos y lenguas incomprensibles. Amara, con su mente aún nublada por la despedida y la punzante imagen de Izan, se movía por inercia, mostrando sus papeles y siguiendo las indicaciones, sin registrar realmente el mundo que la rodeaba. Después de un vuelo transatlántico agotador, llegó a un punto intermedio, una ciudad portuaria que le pareció un laberinto de calles adoquinadas y edificios de colores.
Desde allí, su destino final era Regnskog, pero primero debía llegar a una comunidad aislada, conocida como Nordlig Skog. Este asentamiento, según los vagos detalles de su transferencia, era el punto de conexión para llegar a la zona donde se encontraba el pequeño hospital. El viaje en transporte público fue otro caos. Los autobuses la dejaron en cruces solitarios, y conseguir un taxi que la llevara a un lugar tan remoto resultó ser una odisea frustrante, marcada por conversaciones en un noruego que le sonaba a un idioma de otro planeta y taxistas que negaban con la cabeza ante el nombre de Nordlig Skog. Finalmente, después de horas de espera y un conductor anciano que accedió a llevarla a cambio de una suma exorbitante y una larga charla sobre el clima, llegó.
Nordlig Skog era un grupo disperso de cabañas de madera oscura, aferradas a la ladera de una colina rodeada de un bosque denso y húmedo. El aire era frío y olía a tierra mojada y pino. Al bajar del taxi, una llovizna fina comenzó a caer, empañando el paisaje y calándole los huesos a pesar de su abrigo.
Para Amara, ya al límite de su resistencia física y mental tras el largo viaje y las complicaciones para llegar allí, la lluvia fue la gota que derramó el vaso. La detestaba. Los días grises la habían acompañado durante sus meses más oscuros en la ciudad, y ahora, en este lugar desconocido y sombrío, la recibían con la misma tristeza líquida. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y no supo si era por el frío o por la sensación opresiva de que la oscuridad la seguía, incluso a miles de kilómetros de distancia.