Amara logró encontrar un pequeño hostal en Nordlig Skog, gracias a las indicaciones de la mujer de la tienda. El lugar era sencillo y acogedor, con olor a madera de pino y una chimenea encendida en la sala común que ofrecía un calor reconfortante. Las personas que lo atendían eran amables, pero Amara decidió omitir su destino final. Simplemente, dijo que estaba de paso y que se dirigía a una comunidad más pequeña. Con eso esperaba bastar para no llamar mucho la atención.
Un par de hombres que estaban en la cafetería del hostal no dejaron de observarla, susurrando entre ellos en un idioma que Amara no podía entender. Sus miradas no eran hostiles, pero sí intensamente curiosas, lo que la hacía sentir incómoda y expuesta. Estaban sentados con tazas de café humeante y un aire de recelo que Amara sentía que la envolvía. La sensación de ser una extraña en un lugar tan lejano y misterioso se hizo más fuerte.
El hambre, una sensación que había ignorado durante meses, ahora era una debilidad palpable en el estómago de Amara. En el avión no había logrado tragar nada sólido, solo jugos y texturas blandas que pudo forzar a pasar. Sabía que necesitaba comer si quería tener la energía para lo que le esperaba. Revisó el menú del hostal, sus ojos cansados decodificando las palabras hasta que encontró algo familiar: avena caliente. Con la esperanza de que la textura fuera lo suficientemente suave, tomó asiento en una de las mesas de madera, cerca del calor reconfortante de la chimenea.
El cansancio la aplastaba. Sus defensas estaban bajas, y su mente, en un estado de agotamiento total, no le permitía notar mucho a su alrededor. Lo único que deseaba era que su avena llegara rápido para poder ir a dormir. Mientras se mantenía absorta en las llamas danzantes de la chimenea, la puerta del hostal se abrió con un golpe seco. Un hombre entró, y su presencia llenó el pequeño espacio con una extraña intensidad.
Vestía de una manera distinta, envuelto en una pesada capa de piel que lo hacía parecer más grande y salvaje que los otros hombres. Sus pasos eran deliberados y firmes. Caminó directamente hacia Amara y, sin esperar invitación, se sentó frente a ella en la mesa. Era un hombre mayor, de rostro cincelado por el tiempo y de una frialdad penetrante. Una cicatriz desfiguraba una parte de su cara, dándole un aire de peligro que la incomodó profundamente.
Amara se irguió, sintiéndose repentinamente muy alerta.
—La he visto por aquí —dijo el hombre en un español con un acento profundo, su voz rasposa—. No es de este lugar. ¿A dónde se dirige?
Amara lo miró fijamente, intentando que su voz no delatara el miedo que sentía.
—Estoy de paso.
El hombre soltó una risa seca, sin rastro de humor.
—No mienta. Los de este lugar son tan obvios como el día. He escuchado que va a Regnskog.
La mención del lugar la puso instantáneamente a la defensiva, su cuerpo en tensión. Mantuvo la calma, sin embargo, su voz era un susurro controlado.
—¿Y eso a usted qué le importa?
El hombre se inclinó ligeramente hacia adelante, su mirada penetrante.
—Me importa. En Regnskog no reciben a cualquiera. La gente que vive ahí es… distinta. ¿Para qué va?
Amara notó que la conversación se repetía, una extraña sensación de déjà vu con la mujer de la tienda. El silencio en la cafetería, la intensa curiosidad de los hombres, el recelo. Todo le indicaba que el lugar al que se dirigía era más que un simple hospital rural.
—Soy enfermera —respondió Amara, con la misma respuesta que la había salvado antes. —Fui transferida a ese hospital.
El rostro del hombre no cambió, pero algo en sus ojos se suavizó, una chispa que Amara no supo descifrar. La camarera llegó en ese momento, colocando un plato humeante de avena frente a Amara. El hombre no desvió su mirada de ella.
—Más le vale que sea verdad —dijo, su tono aún amenazante, pero con un matiz diferente—. Y más le vale tener un buen motivo. Porque ir a Regnskog… no es un viaje de placer.
Antes de que Amara pudiera responder, una mujer joven salió de la cocina, con el delantal aún puesto, y corrió hacia el hombre. Su rostro estaba tenso.
—¡Vidar, déjela en paz! —dijo en español, su voz firme y respetuosa, pero con un claro tono de reproche—. Los clientes no son para interrogar. Déjela comer tranquila.
El hombre, Vidar, la miró fijamente por un momento, luego se levantó, lanzó unas monedas sobre la mesa sin decir una palabra más y se marchó con la misma intensidad silenciosa con la que había llegado.
La mujer se acercó a Amara, su rostro se suavizó en una sonrisa cálida y apacible.
—Lo siento, no le haga caso. A veces tiene la lengua más larga que su sentido común. Me llamo Astrid, soy la dueña.
Amara asintió, sintiendo el corazón, aun latiendo con fuerza en su pecho.
—Soy Amara. Gracias.
—He escuchado la conversación —dijo Astrid, su tono más confidencial—. No le dé mucha importancia a lo que le dicen. La doctora Elara es una persona maravillosa y me da mucho gusto que al fin vaya a tener una enfermera para que la ayude. La ha estado pidiendo a gritos. Me atendió a una de mis hijas cuando estuvo muy enferma.
La mención de la Dra. Johansen le dio a Amara una punzada de alivio. Parecía que la mentora de la Dra. Mendoza era una persona respetada y querida. Pero la hostilidad de los hombres la seguía inquietando.
—¿Y por qué rechazan tanto el lugar? —preguntó Amara, aprovechando la confianza de Astrid. —Parece que todos aquí le tienen miedo a Regnskog.
Astrid miró alrededor del hostal, sus ojos recorrieron las mesas vacías y los rincones oscuros, como si buscara algo o a alguien. Luego se inclinó ligeramente hacia Amara, bajando la voz.
—Tal vez los hombres de aquí le den miedo, querida. Pero en Regnskog está realmente el único hombre al que debería temer. —Hizo una pausa dramática, y sus palabras eran un susurro—. Aunque él no se mete con nadie si no tiene que hacerlo. Es preferible no cruzarse en su camino.