La Hija del Alfa

12-Deténganse

Amara se quedó congelada, el miedo anidándose en su pecho como un pájaro helado. La negativa rotunda del hombre la dejó paralizada. Estaba en un lugar desconocido, un pueblo que la miraba con recelo, y no tenía idea de cómo moverse sola en ese territorio hostil. Además, no había logrado comunicarse con la Dra. Johansen, la directora del hospital. No sabía si ella estaba al tanto de su llegada, si la esperaba, o si simplemente había olvidado la transferencia. La incertidumbre la agobiaba, pero tenía que conseguir transporte de una u otra manera. No podía quedarse allí.

Así que, sin pensarlo mucho, la desesperación la empujó a insistir. Se acercó más al mostrador, intentando ignorar las miradas curiosas y hostiles que la rodeaban.

—Por favor, escúcheme —suplicó, su voz temblorosa pero con una súplica sincera—. Le pido que me ayude. Solo necesito llegar al hospital. Fui transferida allí como enfermera. No tengo ninguna otra intención. Solo voy a trabajar.

El hombre, sin embargo, se mantuvo impasible. Su rostro era una máscara de animosidad.

—Ya le dije que no. Y no hay nadie más en este pueblo que la vaya a llevar —dijo, haciendo hincapié en cada palabra. Su tono era cortante y cruel, diseñado para hacerla sentir la incomodidad de su posición.

Amara sintió cómo su dignidad se hacía pedazos. Estaba acostumbrada a la frialdad de su propia soledad, pero la hostilidad ajena era una sensación distinta, más hiriente. El hombre seguía negándose, y la actitud cerrada y el desprecio en su mirada la hicieron sentir como si fuera una plaga. La situación, el cansancio, el miedo, todo se le juntó en un torbellino de pánico. Sus manos temblaron, y por un segundo, pensó que se derrumbaría allí mismo, en medio de la hostilidad de Nordlig Skog.

Justo cuando Amara sintió que iba a derrumbarse por el estrés de la situación, la puerta de la cabaña se abrió con un estruendo. Una mujer salió gritando desesperada, con el rostro pálido y los ojos llenos de terror.

—¡Ayuda! ¡Que alguien ayude a mi hija! ¡Va a dar a luz! ¡Tenemos que traer a la doctora aquí! —gritó, su voz rasgada por el pánico.

El hombre que atendía a Amara la observó, intentando tranquilizar a la que era su esposa. Entonces, su mirada se detuvo en Amara, y su expresión de hostilidad se transformó en una de pura necesidad.

—Tú... —dijo, señalándola con el dedo—. ¡Tú has dicho que eres enfermera! ¡Ayuda a mi hija!

Toda la atención, que antes había sido de rechazo, se fue sobre Amara. La mujer histérica corrió hacia ella, la agarró del brazo con una fuerza sorprendente y comenzó a jalarla, arrastrándola hacia la cabaña.

—¡Vamos! ¡Necesito ayuda! —chilló, sin darle oportunidad a Amara de decir una palabra.

La metió a la fuerza en la cabaña y la condujo por un pasillo oscuro hasta una habitación. Allí, tendida en una cama, una mujer joven estaba gritando de dolor, a punto de dar a luz. Amara, con el corazón latiéndole desbocadamente, se encontró de repente no como una forastera rechazada, sino como una profesional indispensable.

El pánico de Amara se evaporó, reemplazado por la fría y automática concentración de una profesional. Al entrar en la habitación, dejó atrás el miedo, el cansancio y el resentimiento. La joven en la cama, que parecía tener dieciocho años, gritaba de dolor, con los ojos llenos de terror. Amara se acercó, la miró con una calma que no sentía y puso una mano suave sobre su frente.

—Necesito que me mires y que me escuches —le dijo en un tono tranquilo pero firme, la voz suave como una caricia en medio de los gritos de la madre de la joven—. Todo va a estar bien. Pero necesito que me ayudes. ¿Cómo te llamas?

La joven, con la respiración entrecortada, logró susurrar: —Freya.

—Muy bien, Freya. Yo soy Amara, y estoy aquí para ayudarte —dijo Amara, su voz ahora una guía tranquilizadora.

Se giró hacia la madre histérica de Freya, que seguía gritando.

—¡Señora! Por favor, deje de gritar. Usted está asustando a su hija. Necesito su ayuda y su calma. Vaya a la cocina, ponga agua a hervir. Necesito toallas limpias, sábanas, y una lámpara que alumbre aquí. No hay tiempo que perder.

La madre, aunque a regañadientes, obedeció. Amara, mientras tanto, se apresuró a su maleta. Con las manos temblorosas, sacó su material de parto: guantes, pinzas, gasas y todo lo que pudo. Se puso los guantes con la rapidez de la experiencia y revisó a Freya. El bebé estaba en la posición correcta, pero las contracciones eran muy fuertes, casi sin pausa, lo que indicaba que el parto se había acelerado de manera alarmante.

La madre de Freya regresó con toallas limpias y una lámpara de aceite. Amara pidió más ayuda, y dos mujeres más entraron en la habitación, sus rostros serios y listos para obedecer. Amara les dio instrucciones precisas: una sujetaría la lámpara para que pudiera ver mejor, y la otra ayudaría a Freya a respirar y empujar en los momentos adecuados.

El miedo de Amara había desaparecido, pero su instinto de supervivencia se activó. El parto de Freya era una carrera contra el tiempo, sin la comodidad de un hospital ni la ayuda de otro médico, pero era la única oportunidad de la joven.

El tiempo se desvaneció en una ráfaga de contracciones y pujos. Amara, con la concentración más aguda que había tenido en meses, se centró por completo en Freya, en su respiración, en las palabras de aliento que le susurraba. Las otras dos mujeres, aunque asustadas, obedecían sus órdenes con la eficiencia de quienes han ayudado en partos caseros antes.

Cuando el bebé finalmente emergió, un llanto débil llenó la habitación, un sonido que Amara había anhelado escuchar y que ahora la llenaba de una familiaridad indescriptible. Pero la visión de la criatura la dejó helada. El bebé era un niño, hermoso, pero sus rasgos... sus rasgos no eran del todo humanos. Pequeñas orejas peludas asomaban de su cabeza y una leve pelusa oscura cubría su cuerpo, un vestigio de lo que Amara solo podía describir como rasgos lobunos.




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