Amara salió de la habitación, el bebé con sus extrañas facciones lobunas acunado en sus brazos. Siguió a la doctora Johansen, quien la guiaba con un arma en la mano. A sus espaldas, los gritos de la madre de Freya continuaban, un torrente de desesperación y odio. También se escuchaban los débiles lamentos de Freya, suplicando por abrazar a su hijo. Amara intentaba hacer sentido de todo el caos, pero su mente no podía.
Las facciones del bebé, esa pelusa y las orejas puntiagudas, la hacían cuestionarse sus conocimientos médicos. Podría ser una anomalía, algo en sus cromosomas, pero por más que repasaba sus libros de medicina en su cabeza, no lograba encontrar nada que pudiera explicarlo. Se sentía impotente, confundida, y un miedo profundo se arraigaba en su corazón.
Al salir de la cabaña, se encontraron con un tumulto de gente. Los aldeanos de Nordlig Skog se habían congregado, sus rostros reflejaban una mezcla de miedo, curiosidad y animosidad. Hubo gritos y palabras de odio cuando la doctora Johansen emergió con Amara y el bebé en sus brazos.
—¡Es una abominación! —gritó alguien.
—¡Maldita sea, Elara! ¡Ayudas a las bestias de Regnskog! —se escuchó otra voz.
Elara se mantuvo impasible, su arma en alto era una amenaza silenciosa, pero efectiva. Amara, sintiendo la tensión, se aferró al bebé. Las manos del pequeño se movían, buscando calor, y su pequeño cuerpo temblaba. De repente, un vehículo todoterreno se detuvo bruscamente. Un hombre joven de cabello largo y ojos penetrantes saltó, moviéndose rápidamente hacia Elara. Al parecer, él la había estado acompañando.
El hombre joven se alejó del vehículo, su mirada recorrió a Amara y al bebé en sus brazos con una intensa curiosidad. Elara, impasible, le ordenó a Amara subir al todoterreno. El hombre se apartó, permitiéndoles el paso.
Amara, con el corazón en un puño, obedeció. Antes de subir, se giró para ver a la multitud. Los pobladores de Nordlig Skog la observaban con una mezcla de miedo, hostilidad y recelo, una emoción que Amara no podía describir, pero que parecía estar relacionada con Elara y el desconocido de cabello largo.
Pero Elara no parecía sentir ese miedo. La mujer se miraba imponente, mientras su cabellera danzaba con el viento. En un momento de silencio, Elara miró a la multitud y habló en voz alta, su voz profunda y autoritaria resonando por el pequeño pueblo.
—Ustedes son los que no mantienen la distancia con Regnskog. Hay cazadores haciendo lo que les plazca. —Hizo una pausa y su voz se volvió más dura—. Este es un mensaje. Quien continúe será castigado.
Amara se quedó helada. La declaración de Elara era una amenaza velada, una advertencia de guerra entre dos comunidades. Entró al vehículo y se sentó en el asiento trasero con el bebé en sus brazos, tratando de asimilar lo que estaba pasando. Cuando estuvieron todos dentro, el vehículo avanzó, dejándolos atrás y adentrándose en el bosque.
El auto avanzó a toda velocidad, dejando atrás el caos y la hostilidad de Nordlig Skog. Amara se quedó en silencio, aferrada al bebé que ahora lloraba con un sonido débil y lastimero. Las palabras de Elara, su amenaza contra el pueblo, seguían resonando en su mente.
La doctora, sentada a su lado, sacó un biberón con leche de su maletín. La voz que usó fue tan inesperada que Amara se sobresaltó.
—Debe alimentarlo y mantenerlo caliente —dijo Elara, su voz, que antes era autoritaria y dura, ahora se había vuelto gentil y profesional, denotando una genuina preocupación por el bebé.
Amara obedeció. Acomodó la criatura en sus brazos, pero cuando destapó al bebé para darle el biberón, se quedó sin aliento. Sus ojos se abrieron de par en par, incapaces de creer lo que veían. Los rasgos lobunos habían desaparecido por completo. El bebé era ahora un recién nacido normal, con una piel suave y delicada, sin la pelusa oscura ni las pequeñas orejas puntiagudas que había visto. Estaba segura de lo que había visto, tan segura como de que las otras mujeres habían gritado de terror por la misma visión.
Elara notó su sorpresa.
—Concéntrese en su paciente, enfermera —dijo Elara, su voz volviendo a la calma profesional, sacándola de su trance.
Amara asintió y le dio el biberón. El bebé, hambriento, se aferró a él con una fuerza sorprendente. Con cuidado, Amara lo acomodó contra su cuerpo. Elara le pasó una suave piel de borrego para darle más calor. Amara lo envolvió, mientras el conductor, con una mirada seria, los observaba a través del retrovisor.
Amara se mantuvo en silencio durante el resto del camino, el bebé acunado en sus brazos. El viaje fue muy largo, el vehículo todoterreno abriéndose paso por un bosque tan extenso que parecía no tener fin. La vegetación era densa, oscura y goteante, con árboles tan altos que bloqueaban la luz del sol.
Finalmente, llegaron a un puente que se alzaba sobre un río. La estructura de madera y metal parecía estar hecha para resistir, pero el rugido del agua que corría por debajo era impresionante, un sonido que Amara nunca había escuchado con tanta fuerza. El puente se tambaleó ligeramente bajo el peso del vehículo, y el ruido de las ruedas sobre la madera y el metal se mezclaba con el ensordecedor estruendo del río.
Amara miró por la ventana, sus ojos fijos en el paisaje salvaje. Fue entonces que Elara, su voz por primera vez libre de autoridad, le comentó algo.
—La fuerza del agua se debe a que en Regnskog llueve todo el año —dijo, mirando por la ventana con una expresión indescifrable—. Hay temporadas en las que la lluvia es solo una brisa, pero en otras, es un diluvio. Te acostumbrarás.
Amara tragó saliva. La lluvia, el sonido del agua, el frío, la oscuridad, su odio por todo eso, la sensación de que la vida la había traicionado. La idea de vivir en un lugar donde la lluvia era una constante le produjo una profunda tristeza. Pero no dijo nada, simplemente asintió y prefirió callar, escuchando a la doctora.