La Hija del Alfa

14-Bosque

Amara intentó procesar la avalancha de eventos recientes, pero la verdad era que estaba demasiado cansada y hambrienta para pensar con claridad. La doctora Johansen, pareciendo entender su estado, le dijo que al día siguiente le explicaría todas sus funciones y le enseñaría el hospital.

—Lo mejor es que descanse ahora, enfermera —dijo Elara, su voz suavizada por la genuina preocupación.

Amara la siguió por un sendero estrecho que se adentraba un poco más en el bosque. Su cabaña era la más alejada de la comunidad de Lysheim, lo que la hacía sentir aún más aislada. Durante el trayecto, sin embargo, la gente del pueblo fue sorprendentemente amable. La saludaban con un gesto de la mano y sonrisas tímidas, dándole la bienvenida a su nuevo hogar. Elara, al mismo tiempo, aprovechó para explicarle la dinámica de Lysheim.

—Hay una regla importante aquí —dijo Elara, mirando a Amara con seriedad—. No debe salir sola al bosque, nunca. Vaya siempre acompañada. Es por su seguridad.

Amara asintió. La advertencia la inquietó, pero el calor humano de los habitantes era un bálsamo para su alma herida. Elara le presentó a algunos de los vecinos, todos con una calidez genuina que contrastaba fuertemente con la hostilidad de Nordlig Skog.

Finalmente, llegaron a la cabaña de Amara. Era pequeña, de madera rústica y con una chimenea. Al abrir la puerta, Amara se quedó sin aliento. Sobre la mesa de la cocina había un recibimiento de flores silvestres, una cesta llena de pan casero, fruta fresca y varias botellas de bebidas naturales. Un ramo de flores blancas y rosas estaba colocado en un viejo florero de vidrio. Amara sonrió ligeramente, la primera sonrisa sincera en mucho tiempo. Se sintió bienvenida, a pesar de todo lo acontecido en el otro poblado.

La doctora Johansen dejó a Amara sola para que se acomodara. La cabaña, pequeña pero acogedora, se sentía como un remanso de paz después de la vorágine de las últimas horas. Amara revisó cada rincón, sintiendo la calidez de la madera y el aroma a pino. La cabaña tenía dos habitaciones pequeñas. Entró a la principal, que tenía una ventana grande con vista al bosque. Se sentó en el borde de la cama y soltó un suspiro largo y cansado.

Todo el estrés del viaje y el parto que había atendido se le vino encima. El cansancio era abrumador. Pensó que ya no tenía más lágrimas para derramar, pero se equivocó. Las lágrimas salieron de sus ojos con una facilidad sorprendente, resbalando por sus mejillas sin control. En ese momento, la realidad la golpeó con una fuerza brutal: estaba sola, del otro lado del mundo, en un lugar que no conocía, con gente que no conocía y costumbres que no entendía. Todo era nuevo, y temía que adaptarse le costaría más de lo que podía soportar.

Se dejó caer de espaldas sobre la cama, mirando el techo de madera. Cerró los ojos, intentando silenciar la tormenta de emociones en su interior. La doctora le había dado su horario: no tenía nada mejor que hacer hasta la mañana siguiente. La oscuridad de la cabaña la invitó a dormir, y Amara, exhausta, se rindió. El sueño se apoderó de ella, prometiendo un breve escape de la dura realidad que la esperaba al despertar.

Amara se despertó a la mañana siguiente con una sensación de aturdimiento. Si bien había caído como una roca en la cama, su sueño no había sido reparador, sino una fuga abrupta de la realidad. Se levantó con la misma sensación de apatía con la que se había acostado, y se puso a “alistarse”. Alistarse era, en este caso, abrir su maleta y dejar que el contenido se desparramara sobre la cama sin orden alguno. El trabajo en el nuevo hospital no la ilusionaba. No había nada de mágico en estar allí; solo era un nuevo escenario para su dolor.

Con su filipina holgada, se recogió el cabello en un chongo alto. Su cuidado personal se había reducido a lo esencial, lo justo para lucir presentable. Aún con el estómago vacío, buscó algo para comer que le diera la energía necesaria para el día. Miró la canasta que sus vecinos le habían dejado y tomó un pedazo de pan. Era suave y dulce. Sería suficiente.

Salió de la cabaña justo cuando se acercaba su hora de llegada. Apresuró el paso, notando que los vecinos ya estaban en pie. Los niños jugaban en la calle, y las mujeres salían a hacer sus deberes de limpieza. Otras abrían sus pequeñas tiendas de productos naturales, pescados y más. Para ser una comunidad aislada, Lysheim tenía una organización admirable, pensó Amara.

Llegó al hospital y la doctora Johansen ya la esperaba en la entrada, bebiendo de su taza de lo que parecía ser café. Al verla, la doctora miró su reloj.

—Tres minutos tarde, enfermera —dijo Johansen con una voz que no admitía excusas. Su mirada era severa, pero su tono se suavizó ligeramente—. Espero que tenga mejor puntualidad. Entiendo que debe estar cansada por el viaje, pero este hospital necesita de todo el personal presente.

Amara asintió. La puntualidad nunca había sido un problema para ella, pero la avalancha de eventos y emociones la habían desconectado de su rutina.

Amara siguió a la doctora Johansen al interior del hospital. Para su sorpresa, el lugar era amplio y pulcramente limpio. Las paredes no eran de madera rústica, sino de un blanco inmaculado, como cualquier otro hospital moderno. Había una recepcionista, una persona de limpieza, un guardia de seguridad y una enfermera mucho más joven que Amara.

La doctora le presentó brevemente al personal, y Amara les dirigió una sonrisa forzada. Luego continuaron el recorrido por el pequeño, pero bien adaptado hospital. Los pasillos eran cortos, las salas de recuperación estaban equipadas de forma sencilla pero funcional, y el quirófano, aunque pequeño, parecía preparado para emergencias.

Finalmente, llegaron a la oficina de la doctora Johansen. La doctora le indicó a Amara que tomara asiento frente a ella. Johansen se sentó y fue directa, sin rodeos.

—Sé lo que sucedió con el término de su contrato en su hospital anterior —dijo, sus ojos fijos en los de Amara—. La doctora Mendoza me pidió que la recibiera.




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