La primera semana de Amara en Lysheim transcurrió lentamente, como una marea perezosa. La rutina en el hospital era, para su sorpresa, casi monótona. Las horas sin actividades la dejaban con demasiado tiempo para pensar, y sus pensamientos eran, en su mayoría, una corriente de negatividad sobre su estancia allí. Lejos del caos y la adrenalina de un hospital en la ciudad, la quietud se sentía como un castigo.
Curiosamente, cada día al regresar a su cabaña, encontraba diferentes objetos: flores silvestres, piedras de distintos colores, a veces hojas de un tono brillante. No sabía de dónde venían, y su mente buscaba explicaciones lógicas. El gato blanco se había convertido en un compañero constante, danzando en su porche con una elegancia que Amara encontraba extraña, no era algo común en los animales que ella conocía. Ella coleccionaba las cosas que le dejaban y las acomodaba en una esquina de un pequeño mueble a la entrada de su cabaña. Era un gesto anónimo que, de alguna manera, le daba un pequeño respiro a su soledad.
Una noche, mientras intentaba cenar algo, la familiar sensación de opresión se apoderó de su garganta. Se ahogó, incapaz de tragar. La desesperación la invadió. Buscó uno de los batidos que la doctora le había estado dejando discretamente. Johansen, sin decir una palabra, había notado que Amara no se alimentaba bien y sutilmente se aseguraba de que tuviera jugos y bebidas preparadas, cortesía de los propios habitantes de Lysheim.
Amara tomó el batido. Aun no había hablado con nadie en el pueblo, su resistencia no se debía a la hostilidad, sino a su propio deseo de no compartir su vida. ¿Qué podía compartir si solo había dolor? Los últimos cinco años de su vida habían sido un caos de estrés y, sobre todo, miedo. No había nada bueno que decir, sin mencionar el año en que perdió su única oportunidad de ser madre. Era enfermera, una muy buena, y creía que eso bastaba. Había perdido la esperanza de volver a encontrar la felicidad, y con ello, también las ganas de intentar ser sociable.
Aunque lo único recurrente en su vida y con quien sí socializaba era ese gato blanco. Mientras bebía su batido, lo notó detrás de la puerta. Era un comportamiento extraño en su rutina. Caminó hacia la entrada, movida por una curiosidad inusual. Abrió para ver qué le pasaba a su silencioso compañero.
Amara se agachó y buscó el pelaje blanco. Soltó la bebida que llevaba cuando notó sangre. Tenía una herida de consideracion y la sangre corría por el pelaje blanco del gato. Rápidamente, lo tomó en sus brazos. Descalza y sin suéter, salió corriendo hacia el hospital, sabiendo que la doctora Elara Johansen jamás abandonaba el lugar.
El gato lloraba levemente y mantenía los ojos cerrados. Amara, con el corazón latiendo desbocadamente, pensó lo peor. Corrió tan rápido como pudo, con el frío de la noche calándole en los huesos. La vida de ese pequeño animal ahora estaba en sus manos.
Amara abrió las puertas del hospital de par en par, con el gato herido en sus brazos.
—¡Doctora! ¡Doctora! —gritó con desesperación, la voz temblorosa por el miedo y el frío.
Elara salió de su consultorio, asustada. Era la primera vez que escuchaba la voz de Amara tan fuerte; la enfermera, en su rutina, era siempre callada y reservada. Al ver a la joven con la bola de pelo blanco cubierta de sangre, se dio cuenta de la urgencia.
—Lo encontré afuera de mi cabaña —explicó Amara con el corazón en un puño.
La doctora Elara se sorprendió al escuchar aquello. Conocía a ese gato y, por ende, a su dueña. Tenía terminantemente prohibido ir al pueblo, pero parecía que había roto la regla una vez más. Sin decir nada más, ambas se apresuraron a un consultorio para ayudar a la criatura. A falta de un veterinario, la doctora se veía obligada a tratar a los animales del pueblo, por lo que tenía el equipo y los conocimientos necesarios. Amara, por su parte, se puso a trabajar de inmediato, su mente enfocada en el pequeño animal.
Comenzaron a trabajar en el gato. La doctora, con una eficiencia fría y precisa, parecía muy familiarizada con el tipo de herida. Amara, por su parte, estaba allí para apoyar, sintiendo que sus conocimientos y habilidades volvían a fluir por sus venas. La herida era profunda, pero afortunadamente, no parecía ser tan grave.
Sin embargo, a pesar de su destreza, la doctora se notaba muy preocupada. Había algo en su mirada, un pensamiento que parecía darle vueltas en su cabeza, algo que Amara no pudo descifrar.
Cuando terminaron de coser la herida y de que el gato se mostrara tranquilo por la anestesia, un grito proveniente de afuera rompió el silencio de la noche. Era un grito de agonía y rabia que hizo que el corazón de Amara se encogiera.
La doctora Elara le ordenó a Amara, con voz firme pero con urgencia: "¡Escóndete! Lleva a este gato a un lugar para su recuperación y no salgas para nada".
Amara se quedó en shock, asustada por los gritos. Rápidamente, la doctora corrió a cerrar la puerta del hospital y tomó su arma de su consultorio, dejando a Amara sola con el gato.
Los gritos no se hicieron esperar. Los hombres de la comunidad de Lysheim parecían desesperados, intentando detener algo que Amara no podía ver. Un gruñido horripilante se escuchó en el aire, un sonido tan profundo y animal que la hizo tirarse al suelo, cerca del gato que seguía dormido por la anestesia.
Los recuerdos volvieron a ese día en el elevador, en el hospital sin luz. El miedo y la impotencia que sintió en ese momento la invadieron de nuevo, haciendo eco en su mente. Después de ese suceso sus noches se llenaron de sueños turbulentos y pesadillas que la mantenían alejada de la paz. Ahora, en el hospital de Lysheim, con los gritos y los gruñidos en el exterior, Amara no pudo evitar la sensación de estar de vuelta en el mismo lugar.
Los gritos y los gruñidos del exterior comenzaron a disminuir, dando paso a un silencio tenso que era, más inquietante. De repente, un ruido dentro del hospital sobresaltó a Amara. Era un sonido bajo, casi un arrastre, que venía de uno de los pasillos oscuros.