La hija del corsario

26-Tortuga

SEGUNDA PARTE

1739. En algún lugar del mar Caribe.

Las olas rompían con ferocidad, exhalando nubes de espuma que el viento se encargaba de lanzar contra la proa de un viejo galeón. Navegaba al pairo, acercándose peligrosamente a los escollos que, como afiladas cuchillas, emergían del mar cerca de la costa. La isla a la que con tanta temeridad se acercaban permanecía oculta por una persistente bruma, realzando así su misteriosa fama. El galeón estaba a punto de atracar en la isla de Tortuga. 
Miles de leyendas, casi ninguna de ellas real, se contaban sobre aquella isla. Un lugar controlado por la hermandad de los hermanos de la costa. Una isla poblada por piratas. 
Tras las rocas que formaban un rompeolas natural, se hallaba una serena bahía, en la que podían verse numerosos navíos anclados. Infinidad de banderas y estandartes se agitaban con la brisa marina. Diego Robles reconoció algunos de ellos. Unos amigos. Otros, se dijo, mejor sería evitarlos.
Rosana subió al puente y se acercó hasta la estática figura de su marido. Allí, recortado contra la niebla, con su casaca burdeos agitada por el viento y el oscuro sombrero tricornio que no conseguía retener su revoltoso cabello, se erguía aquel por el que había renunciado a su tranquila vida anterior. Habían contraído matrimonio hacía escasamente un mes en una pequeña isla donde nadie les conocía, en una ermita frente al mar y con la única compañía de sus padres, de su hermana y de un sacerdote. Su luna de miel fue a bordo de un galeón que habían conseguido apresar. El mismo galeón en el que ahora viajaban rumbo a la isla de Tortuga y al que Diego había bautizado con el nombre de La joya del Caribe, en honor a su mujerpara hacer realidad el sueño que un día tuvo Diego cuando acababa de resucitar de una muerte segura. Un sueño que parecía imposible y lejano cuando habían tenido que huir de su ciudad natal, Cartagena de Indias, pero que ahora ya no lo parecía tanto. Allí, viendo aquel mar de mástiles y banderas que parecían darles la bienvenida, Rosana comprendió que iba a hacerse realidad. 
—Así que esto es Tortuga —dijo, Rosana y Diego se volvió a contemplarla. Aquella tímida jovencita que había conocido meses atrás, se había transformado en una mujer de indomable carácter. Alguien que había arriesgado todo cuanto tenía por salvarle de una muerte segura. Alguien que le había demostrado su amor haciendo gala de un extraordinario valor y los pocos recursos que poseía. 
—Sí, ¿qué te parece? 
—Me parece que está llena de piratas, quizás no sea tan buena idea... 
—Es el único sitio donde encontraremos las personas que buscamos —explicó, Diego —. Conozco a varios de ellos y sé que acabarán por gustarte, ya lo verás. 
—Eso espero, de veras. Pero no creo que sea el sitio idóneo para mis padres y mi hermana. 
Don Pedro Hinojos, su mujer y sobre todo, Carlota, la hija de ambos, se habían negado a abandonar a la pareja y ahora ocupaban uno de los camarotes del galeón. 
—Dije de dejarles en alguna ciudad donde estuvieran a salvo, pero ellos se negaron —recordó, Diego —. Sobretodo, Carlota. Ella dijo no separarse de ti en ningún momento. 
—Lo sé —reconoció, Rosana —. La escuché decir que sin ella no sabríamos hacer nada. Es muy testaruda... 
—No sé a quién me recuerda —contestó, Diego con una sonrisa. 
—No estarás diciendo que se parece a mí, ¿verdad? 
—No, no, cariño. Nunca la compararía contigo... Tú aún eres más testaruda que ella. 
Rosana sonrió porque en el fondo reconocía que Diego tenía razón. Pero ser testarudo era algo bueno, se dijo, si no lo hubiera sido y se hubiera dado por vencida, Diego ya no viviría. 
—Quizás será mejor que se queden a bordo, mientras nosotros hacemos lo que hemos venido a hacer —dijo la joven y su marido estuvo de acuerdo con ella. 
—Sí, eso será lo mejor. Solo de imaginarme a Carlota rodeada de esa calaña hace que se me envaren los vellos... Pobres de ellos si llegasen a conocerla. 
—No seas malo —Le reprendió, Rosana, tratando a su vez de no echarse a reír —. Carlota es una niña estupenda y maravillosa y... 
—Eso también lo sé, Rosana. Ve preparándote para bajar a tierra, estamos a punto de abarloar. 
Rosana comprendió perfectamente a, que se refería su marido. Debería, una vez más, mudar sus ropas de doncella por otras de varón, algo a lo que había tenido que acostumbrarse y que no le importaba en absoluto. Era como si al cambiar de ropajes, dejase libre a esa otra Rosana. Una Rosana más valiente y temeraria y que nunca hubiera imaginado que llegase a existir de no haber sido por las circunstancias. 
Rosana bajó al camarote que compartía con su marido y abrió un arcón que durante todo el viaje había permanecido oculto en un rincón. Allí guardaba unas ropas que le habían confeccionado a medida y que se ajustaban a su cuerpo como una segunda piel. 
Tras vestirse, observó su reflejo en un espejo de azogue que pendía de un clavo en una de las paredes del camarote. 
—Hola —Le dijo a su reflejo —. ¿Está vuestra merced preparado para una nueva aventura? 
Rosana sonrió, porque la imagen reflejada en el espejo había asentido sin dudarlo.




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