La hija del corsario

4- Prisioneras

Las había acomodado en su propia casa. El resto de sus prisioneros fue encerrado en uno de los cobertizos, aunque en todo momento disponían de agua y de alimentos.

Rosana protestó en un primer momento quejándose de que ella no necesitaba ningún favoritismo, pero Diego fue tajante en ello. Las dos señoritas se instalarían en la hacienda y sus criados las tratarían en todo momento con la educación que se merecían.

Carlota, a solas con su hermana la recriminó por su comportamiento.

—Se ha portado como un auténtico caballero, Rosana.

—Como un pirata, diría yo —contestó la joven —. No debes olvidar que somos sus prisioneras y que no es ningún caballero. ¿No recuerdas lo que nos contó padre de él?

—Sí, claro que me acuerdo...

—Pues no dejes que se te olvide. A la mínima oportunidad pienso escaparme de aquí...

—Harás que se enfade, Rosana. Ya viste lo que le hicieron a ese pobre hombre.

—¡No le tengo miedo! —Exclamó la joven.

—Pues yo sí. Estoy muerta de miedo...

En ese momento se abrió la puerta de su cuarto y una jovencita de raza negra y aproximadamente de la edad de Carlota entró en la habitación.

—Don Diego las espera para cenar.

—Dile que no pensamos cenar con él —respondió, Rosana.

—No señorita. Yo no puedo decirle eso, me castigaría a mí —contestó la jovencita.

Carlota tomó del brazo a su hermana y la empujó hacía la puerta.

—Bajemos a cenar, Rosana —le dijo con su entonación más persuasiva. Desde que era una cría, Carlota siempre había sido mucho más madura que su hermana, dotada esta de un carácter más explosivo y violento.

—Está bien, lo haré por esta niña, ella no tiene la culpa de nada —refunfuño, Rosana.

—Me llamo María, señorita. Muchas gracias.

Ambas hermanas bajaron acompañadas de María quien las condujo hasta el salón principal y donde Daniel las esperaba sentado a la mesa. En cuanto las vio entrar, el joven se levantó y se inclinó, saludándolas.

—Es un placer que hayan aceptado cenar conmigo —les dijo.

Rosana iba a replicar, pero un pisotón de su hermana le hizo morderse la lengua.

—Y nosotras también lo estamos. Es usted muy galante de su parte, caballero —contestó Carlota sin darle oportunidad a su hermana de interrumpirla.

—Si necesitan cualquier cosa, no duden en pedirla —dijo él con sinceridad.

Rosana le miró a los ojos con hostilidad.

—¿Qué me dice de nuestra libertad? —dijo, sin que Carlota pudiera evitarlo esta vez.

—Son libres de ir a donde deseen, dentro de los límites de esta hacienda. Espero que estén a gusto en su habitación. Es la mejor de la casa.

—Sí, Don Diego —respondió, Carlota —. Tiene usted una casa magnífica.

—No necesitamos nada de usted —dijo, Rosana.

—Mientras sean mis invitadas, no les faltará de nada y...

—¿Qué ha sido de los demás? ¿Por qué no están aquí, con nosotras?

Carlota estaba aterrorizada viendo como su hermana se encaraba con su secuestrador.

—Están en el sitio que les conviene, pero serán tratados con la misma amabilidad que ustedes dos. No deben preocuparse por ellos.

—No sacará nada de mi padre, él no es un hombre rico...

—En ese caso tendré que pensar en qué hacer con ustedes ahora que son de mi propiedad.

—No somos de su propiedad. Ni lo sueñe. ¿Acaso cree que somos sus esclavas como esa pobre jovencita aterrorizada que mandó usted para que nos avisara?

—En estos momentos puedo disponer de ustedes como deseé, pero no son mis esclavas, está en lo cierto...son mis invitadas.

— ¡Ya, invitadas forzosas!

Carlota pensaba que gracias a su hermana ninguna de las dos saldría vivas de allí.

—Aceptamos su invitación, Don Diego, no haga caso a mi hermana, ella es muy...

—¿Cómo soy, Carlota? Debajo de esa fachada de amabilidad y buenas palabras se esconde lo más vil de la raza humana. Un ladrón, un tratante de esclavos y un asesino...Sí, Don Diego, eso es usted, un pirata. Ahora puede llamar a sus lacayos para que me castiguen.

Diego se rió de buena gana.

—¡Que afán tiene usted con que la castiguen! Quizás debería hacerlo si tanto le complace.

—¡Atrévase! No gritaré ni lloraré para darle gusto.

—Lo sé. Se mordería usted la lengua hasta sangrar antes que rebajarse ante mí, ¿verdad?

—Efectivamente. Está usted en lo cierto.

—Pues ya iba siendo hora de que coincidiéramos en algo, ¿no cree?

Rosana no supo que contestar lo que aprovechó Carlota para mediar entre ellos.

—Yo sí que lloraría, soy de lagrima fácil o eso dice mi madre.

—Por cierto, ¿qué tal se encuentran sus padres? —Le preguntó, Diego.




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