La hija del corsario

5- Incertidumbres

—¡Miente...está mintiendo! Dice eso ahora por las especiales circunstancias en las que nos encontramos —le reprochó, Rosana.

—Nunca le mentiría a usted, Señorita Rosana —dijo, Diego volviendo otra vez al tratamiento de usted que hacía un momento se había saltado.

—Quiero volver a mi habitación si es posible —dijo la joven poniéndose en pie.

—Apenas ha cenado usted.

—No tengo hambre, muchas gracias.

—Puede ir a donde deseé. Ya se lo expliqué antes. No tiene que pedirme permiso.

Rosana salió de la habitación sin despedirse siquiera. Estaba más afectaba de lo que hubiera reconocido y también algo turbada.

—¿Usted no sube con ella? —Le preguntó a Carlota que no se había movido de su asiento.

—Si a usted no le importa me gustaría terminar de cenar. He de reconocer que tengo un hambre lobuna y la cena está tan rica...

—Continué, por favor —dijo, Diego —. Ha sido una verdadera sorpresa para mí encontrarme con ustedes y lamento de todo corazón que haya tenido que ser en estas deplorables condiciones.

—Entonces, ¿por qué no deja que nos marchemos?

—Por dos sencillas razones. La primera sería por las explicaciones que habría de dar a los miembros de mi tripulación. Ellos esperan sacar un buen precio por ustedes y si yo las liberase, imagínese lo que llegarían a pensar de mí...

—Lo comprendo, ¿y la segunda razón?

—La segunda razón es que es un placer para mí disponer de su compañía, sencillamente eso...

Carlota sonrió e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—No le tenga en cuenta a mi hermana su forma de actuar, ella es muy impulsiva, pero puede llegar a ser muy agradable si se toma su tiempo para conocerla.

—Eso, señorita Carlota, es lo que más deseo en el mundo, conocerla.

                                                                                          • • •

Cuando Carlota regresó a la habitación, encontró a su hermana más seria y taciturna de lo habitual.

—¿Te ocurre algo, Rosana? —Le preguntó.

—¿Tú que crees? Te tomas esto como si estuviéramos de visita con unos familiares y no es así. Somos prisioneras de un desalmado que solo piensa sacar dinero a costa nuestra...

—Le gustas...

—¿Qué has dicho? —Le preguntó sin acabar de entenderla.

—Digo que le gustas, Rosana y creo que él también te gusta un poquito a ti.

—Estás diciendo tonterías... ¿Como va a gustarme? ¡Somos sus prisioneras!

—Te gusta, lo sé y deberías aprovecharte de ello. Piénsalo un segundo.

—Te recuerdo que ya estoy comprometida y que voy a casarme muy pronto...o eso espero...

—Ya, te vas a casar con un viejo a quien ni siquiera conoces y lo harás por padre y madre, pero no por tú—dijo en voz alta las palabras que Rosana nunca se había atrevido ni a pensar.

—No...no es eso...yo...

—Se lo que piensas, Rosana. Eres mi hermana y te conozco muy bien.

—Me casaré con ese hombre porque nuestros padres lo han decidido así y porque es por mi bien y no quiero que vuelvas a hablarme de ese pirata...

Ya veremos, pensó Carlota y se acostó.

                                                                                          • • •

Diego estaba intranquilo. Su habitual sangre fría se licuaba al ver los ojos de Rosana mirándole. ¿Qué le estaba sucediendo? No podía permitirse un desliz en esos momentos, sobre todo cuando sentía los ojos de toda su tripulación fijos en él. ¿En que estaba pensando?

Se asomó al amplio balcón con vistas a la oscura playa. El mar ronroneaba suavemente al romper en la costa y el olor del salitre llenó sus fosas nasales. Diego respiró hondo tratando de tranquilizarse y aclarar sus ideas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.