La hija del corsario

7- Williams el Rojo

Williams llegó al atardecer. Diego le recibió con un abrazo y le hizo entrar en la hacienda.
—Te cuidas bien, Diego —le dijo con su vozarrón. Williams no era grande, era gigantesco. Su más de metro noventa de altura y sus casi ciento veinte kilos de peso le convertían en algo mucho más parecido a un oso que a un hombre y además, olía igual de mal —. He visto algunas de tus esclavas y son una preciosidad. Me extraña no ver desfilar por aquí una cohorte de pequeños mulatitos.
—Ya sabes que nunca he...
—Sí. Algunos piensan que eres un afeminado, Diego.
El joven le miró con una chispa de cólera en la mirada.
—Guarda eso para los Españoles —le dijo el oso, sonriendo —. A ellos quizás les asuste, a mí no... ¿Dónde está el ron, querido amigo?
—Ya sabes donde está. En el mismo sitio de siempre, sírvete tu mismo...amigo.
—¡Bah! No me hagas caso, Diego...Siempre estoy bromeando.
Williams cogió una botella de ron del rincón donde estaban colocadas y arrancó el corcho con los dientes escupiéndolo al suelo, luego de un trago vació media botella.
—Ya me siento más caritativo —dijo —. He oído que tienes invitadas. Dos joyitas de buena cuna.
—Prisioneras, Williams, son mis prisioneras...
—Ya, y por eso las invitas a tu mesa. Mis prisioneros comen con las bestias, eso ablanda su carácter y los hace más dóciles...
—Cada uno se comporta según le hayan educado, amigo.
—¡Jajaja! —Se rió el gigante —. Eso ha sido un golpe bajo, pero me lo tengo merecido por dudar de tu hombría...¿Las has catado ya? Según me han dicho, una es aún una niña, pero la hermanita, esa es otro cantar. Dicen que es de una belleza deslumbrante.
—Esa es otra de las cosas en las que no me parezco a ti, Williams. Yo nunca juego con mi dinero...
—Siempre frío y calculador. A veces deberías dejar a un lado tu honor y tus escrúpulos y divertirte más, quién sabe, puede que dejases de tener esa cara de alma en pena... ¡Anda! Preséntamelas.
Diego le invitó a pasar al salón donde ambas hermanas ya esperaban.
Al ver a aquel gigante, Rosana y Carlota se echaron hacía atrás instintivamente.
—No mentían en absoluto, Diego. Son dos preciosidades.
Williams se acercó hasta ellas y las olió.
—Huelen a vírgenes. Seguro que ninguna de las dos ha catado a un hombre, ni siquiera a uno tan fino y educado como tú, Diego.
—Siéntate, Williams. Cenemos —ordenó, Diego, malhumorado.
El gigante obedeció, dejándose caer en una silla junto a Carlota. La niña, visiblemente asustada se alejó lo más posible de él.
—No te preocupes niña, no muerdo. Me gustan las mujeres más... Más mujeres —se rió de su propia broma.
Los criados entraron en ese momento con la comida.
—Espero que hayan cocinado suficiente. Ya sabes que me gusta tanto comer como follar.
A Diego le repugnaba el comportamiento de su amigo, pero también sabía que había situaciones que eran imposibles de evitar. Esa era una de ellas.
—Diego. Hemos encontrado algo...algo muy jugoso —dijo Williams el rojo, relamiéndose mientras daba buena cuenta de una pata de cordero.
—¿Qué es?
—Oro
—Ya, siempre se trata de oro...
—Va en un barco.
—¿Y eso qué tiene de especial?
—¿Que qué tiene de especial?... Tiene mucho de especial. Para empezar que sé donde se encuentra ese barco en este preciso momento...Y para terminar que transporta doscientas toneladas de oro, perlas y doblones. Eso es lo que le hace tan especial... Quiero que esta vez tú vengas conmigo.
—¿Dónde tendríamos que ir?
—Ese es el problema, amigo mio. No el quién, ni el cuándo, sino el dónde y estará en el peor sitio imaginable, en una auténtica fortaleza y muy bien protegido. Se encontrará, cuando llegue allí que será más o menos dentro de un mes, en Cartagena de Indias.
Al oír el nombre de la ciudad en la que vivía, Rosana prestó atención.
—Es un suicidio, Williams —dijo, Diego negando con la cabeza.
—No será fácil, ya lo sé. En alta mar sería imposible, la galeaza que transporta el botín está muy bien escoltada, pero en tierra firme es otra cosa.
—¿En tierra firme? ¿Piensas entrar en la ciudad?
—Transportarán la carga a un almacén y estará allí aproximadamente una semana, después volverán a embarcarla directa para España. Es nuestra única posibilidad.
—Todas las tropas de esos barcos también estarán en tierra y si a eso le sumamos la guardia de la ciudad...
—Serán aproximadamente unos quinientos hombres, por eso he ideado un plan.
—¿Tú? —Preguntó Diego, escéptico —. ¿Tú tienes un plan?
—Sí, ¿tan raro te parece?
—No, no, continua...
—En el plan que he ideado, tú, Diego, tendrás un papel muy importante. Deberás distraer a los barcos que estarán anclados en el puerto. No hará falta que entables una batalla con ellos, solo serás el señuelo.
—Y tú desde tierra te encargaras de los cien o ciento cincuenta hombres que queden, ¿verdad? Son demasiados aún —Diego no lo veía claro y Williams empezaba a impacientarse.
—¿Acaso tienes miedo, Diego?
—¿Miedo?...No. Pero tampoco quiero morir...
—Nadie va a morir. Lo haremos tal y como lo he planeado y nos haremos inmensamente ricos.
O estaremos colgando de una soga en medio de una plaza y rodeados de gente que vendrán a aplaudirnos y será muy divertido para todos, menos para nosotros, pensó, Diego, pero no lo dijo en voz alta.
—Está bien —accedió —. ¡Que diablos! Seguiremos ese plan que tienes, puede que incluso funcione. De todas formas, de algo hay que morir.
Williams se levantó de la mesa y le abrazó con fuerza.
—Así se habla, amigo mío... Y ahora me iré a acostar. Por que no me prestas a una de estas palomitas, sabes que no me gusta dormir solo, puedo quedarme con la pequeña si a ti te gusta más la grande...
Rosana se levantó en ese momento con uno de los cuchillos utilizados en la cena, en su mano.
—Si le tocas un solo pelo a mi hermana te mato —le gritó, amenazándole.
—¡Jajaja! Te ha salido peleona. Esas son las que más me gustan... Clávame tus uñas, gatita. Luego papá Williams te enseñara algo que nunca has aprendido.
—¡Basta! —Gritó, Diego y por una vez todos se quedaron perplejos al observarle. La furia de su mirada y su voz, fría y cortante como el hielo le habían servido para lograr el respeto de un tipo de gente que no solía respetar a nadie —. Las señoritas están bajo mi protección, Williams. Si necesitas que te den calor esta noche, busca una cabra o una cerda, así si la dejas preñada nadie notará la diferencia... En cuanto a usted, doña Rosana. Deje ese cuchillo sobre la mesa. Mis invitados no intentan matarse los unos a los otros.
Rosana dejó caer el cuchillo y Williams simplemente esbozó una sonrisa.
—Ese es el Diego Robles que yo conocía —dijo —. Bienvenido de nuevo, amigo.  




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