La hija del corsario

9- La fuga

Cuando Rosana terminó de vestirse bajó a la planta inferior de la vivienda. En la cocina, dos criadas de color se afanaban en preparar el desayuno.
—Buenos días, señorita —dijo una de ellas, la más joven. Rosana se dio cuenta de la belleza de la joven con su negro cabello rizado y sus ojos grandes y expresivos —. ¿Desea usted algo?
—Buscaba al señor. ¿Le han visto ustedes?
—Don Diego salió muy temprano —dijo la otra mujer, que por sus rasgos debía de ser la madre de la primera —. Nos dio instrucciones de que no le esperáramos hasta el anochecer.
—¿Volverá esta noche, entonces?
—Sí, eso nos dijo.
Por lo tanto, pensó Rosana, no faltaría de la hacienda varios días como la dijo a ella.
—¿No quiere tomar algo? ¿Un vaso de leche o un chocolate, el señor siempre toma uno para desayunar?
—Un chocolate estará bien, gracias —accedió la joven —. Por cierto, me llamo Rosana y todo el mundo me llama así, no soy ninguna señorita.
— Yo soy Linnete y mi madre se llama Miranda. Enseguida se lo preparo, Rosana —dijo la joven con una sonrisa.
—¿Lleváis mucho tiempo aquí, Linnete?
—Unos cinco años. Don Diego nos compró cuando nuestro antiguo señor murió.
—Por lo tanto, sois esclavas...yo aborrezco la esclavitud —dijo, Rosana.
—Don Diego nos trata bien, es un perfecto caballero. Podría haber sido mucho peor.
Sí, podría ser mucho peor, pensó la joven recordando a Williams el rojo. Muchísimo peor.
Rosana terminó de beber su chocolate, aquella dulce maravilla que habían descubierto al viajar al nuevo mundo y que no se cansaba de probar.
Un plan acababa de perfilarse en la mente de la joven y se dispuso a realizarlo de inmediato. Durante la conversación de la noche anterior, los dos piratas hablaron del robo de un dinero. Un dinero que llegaría a la ciudad en la que residían sus padres y también comentaron la forma de robarlo, pero no contaron con que ella estaba prestando atención a todas y cada una de sus palabras. Ahora su deber era escaparse de allí y poner en alerta a las autoridades de Cartagena de Indias, frustrando así su plan.
No por nada era una prisionera y el deber de todo prisionero era escapar de sus secuestradores.
Volvió a su habitación y despertó con suavidad a su hermana.
—Carlota, despierta. Nos vamos.
—¿Qué...? —Preguntó la jovencita adormilada.
—Don Diego no está. Es nuestra oportunidad, no tendremos otra mejor. Vístete enseguida.
Carlota procedió a vestirse mientras su hermana embalaba sus pocas pertenencias y algunas más que no eran suyas, entre ellas varias joyas que había en un pequeño cofre.
—¿Qué haces...? Eso es robar, Rosana.
—No, Carlota. No puede robarse a un ladrón —le dijo con naturalidad —. Necesitaremos esto si queremos volver a casa, tendremos que pagar el pasaje en algún barco. Además, es necesario que lo hagamos, oíste la conversación de anoche, ¿no?
—Estaba tan asustada que no me enteré de nada.
—Piensan atacar nuestro hogar y nosotras debemos impedírselo. Somos las únicas que lo sabemos.
—Tengo miedo. ¿Y si nos cogen?
—No lo harán. Desapareceremos sin dejar rastro. Termina de vestirte y marchémonos.
Carlota no atinaba con los botones de su vestido y su hermana la ayudó a hacerlo.
—No te calces, así iremos más deprisa.
Rosana la tomó de la mano y bajaron las escaleras sin hacer ruido. Frente a la puerta, sentado en el exterior estaba Gonzalo, el sirviente de Don Diego, la joven se detuvo sin que llegase a verlas.
—Por aquí no podemos salir —dijo, pensativa —. Vayamos a la parte de atrás.
En la zona de las cocinas, Rosana había visto una puerta que daba directamente al jardín trasero. Tendrían que pasar por delante de Miranda y de su hija, Linnete.
—Hola de nuevo —les dijo con la mayor calma posible —. Nos gustaría pasear un rato por el jardín, por aquí puede accederse a él, ¿verdad?
—¿Están tratando de huir? —Dijo, Miranda al ver el bolso que la joven arrastraba.
—Sí...¡Tenemos que escapar, nuestros padres están en peligro!
—Tenemos que ayudarlas, madre —dijo, Linnete.
—El señor se enfadará.
—Él no tiene que saberlo —dijo, Rosana pensando a toda prisa —. Abriré la ventana de nuestro cuarto y haré una cuerda con las sabanas de nuestras camas, pensará que huimos por esa ventana.
La mujer la miró pensativa y luego asintió con la cabeza.
—Dese prisa —dijo tan solo.
Rosana corrió escaleras arriba hasta su cuarto y arrancó las sabanas de un tirón atándolas entre sí, luego ató la improvisada cuerda a la pata de la cama y dejo caer las sabanas por la ventana. Nadie sospecharía que no habían huido por allí.
Al salir de su cuarto se topó con la descomunal figura de Williams el Rojo que la miraba intrigado.
—¿Pensando en escapar, palomita? —le dijo con una fría sonrisa en los labios.
Rosana sin aliento al verle frente a ella, reaccionó dándole una patada. Williams alzó su puño y lo estrelló en su rostro. La joven cayó al suelo como un fardo.
Después bajó a la planta baja y se guió por los susurros y cuchicheos que provenían de la cocina. Con sus enormes manazas, Williams agarró a Carlota y se la echó al hombro como si se tratase de un saco de harina. La niña pataleaba pero no consiguió librarse de su aprensor.
—Diego se va a disgustar mucho con vosotras dos —les dijo a las sirvientas —. Pero antes de que él regrese tendréis vuestro justo castigo.
Las dos mujeres se echaron a temblar, conocían la brutalidad del amigo de su señor y sabían que su castigo sería ejemplar.
Williams subió de nuevo las escaleras y tomando a Rosana con la mano libre, las introdujo a las dos en su habitación, cerrando después con llave.
—Diego debería ser menos caballeroso y más práctico —dijo para sí —. Esto le pasa por confiar en ellas. Enseguida vuelvo, palomitas, ahora he de encargarme del servicio.  




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