La hija del corsario

10- En peligro

Cuando Diego regresó a su casa, ya era de noche. Se detuvo por un momento en el porche de la casa, sospechando que algo iba mal. Fue tan sólo un presentimiento pero no podía ser más acertado. 
La vivienda estaba solitaria y en silencio. Demasiado silenciosa, dijo para sí.  
Williams el Rojo le esperaba sentado en un sillón del salón con una expresión de bienestar en su rubicundo rostro. 
—¿Qué ocurre aquí? —Preguntó el dueño de la casa. 
—He tenido que administrar un poco de justicia. Deberías ser más severo con el personal que acoges bajo tu techo...Tus invitadas pensaban escapar en tú ausencia, pero yo las detuve a tiempo, estaban confabuladas con tus cocineras. 
—¿Dónde están? —Preguntó, Diego con un mal presentimiento. 
—¿Quién? Tus invitadas están en su cuarto, encerradas y tus sirvientas afuera, en el jardín. 
—¿Las has matado? 
—No. Sin tu permiso no me atrevería, amigo mío. Sólo las castigué un poco. 
Diego subió corriendo los peldaños de la escalera hasta el cuarto de las jóvenes y abrió la puerta con su llave. Las dos muchachas estaban abrazadas en un rincón de la habitación, muy asustadas.  
El joven vio el rostro de Rosana cubierto de sangre y de lágrimas y sintió como una fría cólera se adueñaba de él. 
Carlora lloraba sin atreverse a mirarle, por su expresión había pasado un miedo terrible. 
—Estamos bien —Dijo, Rosana al ver su cara de preocupación. 
—¿Qué os ha hecho esa bestia? 
—A nosotras nada, apenas; pero a Miranda y a Linnete... —no terminó la frase. 
Diego bajó los escalones mientras su ira iba aumentando hasta llegar a unos niveles imposibles de contener. 
Salió, pasando junto a Williams sin molestarse en mirarle y salió al jardín. Allí, atadas de un mismo árbol, con las ropas arrancadas y totalmente ensangrentadas, yacían los cuerpos sin vida de las dos sirvientas.  
—Tuve que darles un escarmiento, sino todos tus esclavos se plantearían el rebelarse contra ti —le explicó, Williams que le había seguido afuera. 
—Yo aplico mis normas en mi casa y no admito la violencia, Williams. 
—Eres un blando, querido amigo. Por eso tus invitadas intentaron huir y estas dos te faltaron al respeto. Ya no volverán a hacerlo. 
—Disfrutaste con ello, ¿verdad? 
—¿Qué si disfruté? ¡Claro que lo hice! La joven era muy fogosa, se resistió con uñas y dientes cuando la violé y no tuve más remedio que hacerla callar hundiéndole mi cuchillo en su bonito cuello. La madre se mostró más sumisa... tenía más experiencia. Murió sin rechistar, ni siquiera gritó cuando la despellejé con el látigo. 
Diego le miró a los ojos un segundo antes de sacar su daga, oculta en su fajín y la clavarla en el cuello de su amigo, retorciéndola lentamente. 
—Yo también estoy disfrutando, amigo. 
Williams murió en cuestión de segundos y Diego dejó caer el arma ensangrentada al suelo. 
Diego fue hasta el establo y ensilló uno de sus caballos, un precioso rocín de pura sangre andaluza, luego montó en él y partió al galope.  
No regresó hasta antes del amanecer, cuando el sol aún no asomaba por el horizonte. 
Desmontó del caballo y rápidamente entró en su casa subiendo a la planta superior y entrando en la habitación de las dos jóvenes. Ambas seguían aún en el mismo lugar que cuando las dejó. 
—Debemos marcharnos —les dijo. 
Rosana que no había podido dormir en toda la noche le miró extrañada. 
—¿Marcharnos? ¿A donde? 
—Las devolveré con sus padres —dijo el joven —. Despierte a su hermana y vístanse. No disponemos de mucho tiempo. 
—¿Qué ha sucedido? 
—Nada que no hubiera tenido ganas de hacer mucho antes. He matado a Williams... 
—¿Lo ha hecho por nosotras? 
—Lo hice por mí. Nadie se toma la justicia por su mano en mi casa...Dense prisa. Un barco nos está esperando. Cuando se enteren de lo que ha sucedido aquí, vendrán y no traerán buenas intenciones. Tendremos que estar lejos para cuando lleguen. 
—¿Quién... quién vendrá? 
—Vendrán todos y si nos encuentran aquí, no podremos evitar que nos maten. Con ellos no valen las escusas ni tampoco el diálogo. 
Rosana despertó a su hermana que dormía en sus brazos y ambas se vistieron lo más aprisa que pudieron. 
—Debería limpiarse esa sangre —le dijo, señalando su rostro —. ¡La pegó el muy canalla! 
—Gracias a Dios solo fue eso, pero se ensañó con Miranda y con Linnete...Han muerto ¿verdad? Oí sus gritos desde aquí. 
Diego asintió. Su rostro era sombrío y su alma borrascosa. 
—¿Por qué hace esto por nosotras? ¿Qué podemos importarle a usted? 
—Me importa más de lo que cree, Rosana. Usted y su hermana me importan mucho. No dejaré que les ocurra nada malo. Ahora recojan sus cosas, tengo un carruaje preparado abajo. 
Un minuto más tarde, las dos hermanas, acompañadas por Diego montaban en el carruaje y partían al galope hacía el puerto. 
Una goleta les esperaba allí, dispuesta para soltar amarras en cuanto sus pasajeros estuvieran a bordo. Diego se hizo cargo del escaso equipaje de las jóvenes y del suyo propio y cruzaron la pasarela que los llevaba hasta la nao. 
—Su camarote está en esa dirección —les indicó, Diego señalando a estribor —. Enseguida estaré con ustedes, voy a hablar con el capitán. 
Rosana asintió y arrastró a su hermana hacía donde el joven le había indicado. 
—¿Qué es lo que sucede, Rosana? —le preguntó la pequeña. 
—Don Diego nos llevará a casa, de vuelta con nuestros padres... 
—¿Y por qué va ha hacerlo ahora? Creía que seguíamos siendo sus rehenes. 
—Tuvo que matar al hombre feo y ahora le persiguen sus antiguos amigos, los piratas. 
—Y si le encuentran, ¿qué sucederá? 
—¡Imagínatelo! Le matarán a él y probablemente también a nosotras, por eso debemos huir. Cuando lleguemos a casa estaremos a salvo. 
—¿Y él? ¿Que hará él, después? —Preguntó Carlota, notando que su hermana se había estado haciendo esa misma pregunta. 
—No lo sé, se marchará, supongo... 
—¿Te iras con él? —La pequeña conocía muy bien a su hermana mayor. 
Rosana la miró a los ojos sorprendida por la pregunta. Una pregunta que ni ella misma se había llegado a plantear aún. 
—Eso tampoco lo sé...




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