La hija del corsario

13- La propuesta

Regresaron al barco antes de que la oscuridad de la noche les envolviera como un manto de terciopelo. Diego y Rosana dejaron a Carlota en su camarote y fueron al de él.
—¿Estás convencida de lo que vas a hacer, Rosana? —Le preguntó él.
—Nunca he estado más segura de nada en toda mi vida, Diego. Estoy dispuesta a afrontar contigo todo lo que el destino nos depare. No quisiera separarme nunca de tu lado.
—No será una vida fácil... Y tus padres, ellos nunca me darían el consentimiento para casarme contigo.
—¿Te casarías conmigo? —dijo ella, muy emocionada.
—Creo que no hay nada en el mundo que deseé más...Mi dueña, ¿aceptarías casarte conmigo?
Rosana le abrazó y apoyó su cabeza en el pecho de él.
—¡Sí, claro que sí! Yo tampoco deseo nada más. Cuando lleguemos a casa hablaré con mi padre. Él tendrá que comprender que no soy nada sin ti.
—Si eso no llegara a ocurrir, Rosana...
—Eso no cambiaría para nada mi decisión de estar a tu lado. Seré tu esposa tanto si nos unimos por la iglesia como si no podemos hacerlo.
Diego la besó en los labios con pasión. No había vuelto a estar con una mujer desde que Elena falleció, ni siquiera se había fijado en ninguna hasta aquel lejano día en que los ojos de Rosana se clavaron en los suyos durante un instante. Al conocerla se dio cuenta de que esa joven era muy especial y que le atraía de una forma que nunca hubiera considerado posible volver a sentir.
Diego la desnudó con una paciencia infinita que solo hizo aumentar la pasión de ella. Desabrochó su vestido, desanudó el corsé que ceñía su busto y liberó de su prisión sus espléndidos y juveniles senos y después los besó concienzudamente escuchando los gemidos de la joven.
La recostó sobre la cama y terminó de quitarle la ropa, luego él también se desnudó delante de ella.
Rosana le miraba con anhelo y algo de miedo. Nunca había conocido a un hombre y a sus veintiún años era aún muy inocente.
—No temas —le dijo él, mirándola a los ojos.
—No, no tengo miedo —respondió.
Diego se inclinó sobre ella para besarla en sus labios, al tiempo que su cuerpo rozaba el de la joven.
Sus cuerpos encajaron a la perfección, tal y como si hubieran sido creados para ser uno solo. Sus movimientos se acompasaron y los envites de él despertaban gemidos de placer en Rosana. Las piernas de la joven se entrelazaron alrededor de la cintura de Diego sin soltarle en ningún momento hasta desbordar su placer.
—No imaginé que fuese así —le susurró ella en su oído —. Ha sido como flotar en una nube.
Diego tan solo asintió al tiempo que la besaba de nuevo.
—Yo tampoco había sido tan feliz en mi vida hasta este momento —dijo al cabo de un minuto —. Te amo, Rosana. No imaginas lo que significas para mí, me has devuelto las ganas de seguir viviendo. Has despejado la tormenta que azotaba mi alma desde hacía tantísimo tiempo. Ya no podría dejarte marchar aunque quisiera y aunque fuera lo más razonable.
—No me marcharé. Seguiré a tu lado. Dios ha decidido que nos encontremos y eso es suficiente para mí.
Durmieron juntos hasta que el alba y el sonido las gaviotas los despertó.
Diego dejó la cama y se vistió. Después de besarla con toda la dulzura de la que era capaz, salió del camarote.
Rodrigo, el maestre estaba ya en el puente cuando lo encontró.
—Nuestros amigos han desaparecido —le dijo al verle.
—Podría ser una estratagema.
—Fue lo primero que pensé al ver que la fragata había desaparecido, por eso mandé a dos hombres a la isla con instrucciones de subir al punto más alto de la isla. Han vuelto hace unos minutos confirmando mis sospechas. No vieron ninguna vela en el horizonte. Creo que han debido volver a Nassau.
—¿Entonces podremos seguir la travesía?
—En cuanto la marea suba saldremos a mar abierto —le confirmó el capitán de la nao.
Una hora más tarde zarpaban de la desconocida isla rumbo hacía Cartagena de Indias que aún distaba unas cuatrocientas millas del lugar en el que se encontraban. Si no tenían dificultades y el viento les era favorable a la velocidad que llevaban, unos doce nudos, llegarían a su destino en cinco o seis días.
Rosana subió a cubierta cuando el barco ya dejaba atrás la isla en la que se habían protegido del bajel pirata que les perseguía.
—¿No está? —Le preguntó a Diego.
—No, han decidido abandonar la persecución.
—¿O quizás nos esperen más adelante? Si sospecharan de nuestra ruta podrían estar esperándonos en Cartagena de Indias.
—No tendrían porque saberlo. Nosotros podríamos ir a cualquier parte de tierra firme.
—Espero que tengas razón, Diego. Pero tengo la intuición de que aún no nos hemos librado de ellos. Nos los volveremos a encontrar antes que nuestro viaje termine.
—Yo siempre hago caso de las intuiciones —contestó, Diego —. Sobre todo si es una mujer quien las tiene. Creo que vosotras, las mujeres, sois mucho más intuitivas que los hombres y nos iría mucho mejor si de vez en cuando os prestásemos atención.
—Estoy convencida de ello —dijo la joven con una sonrisa.
Carlota apareció en ese momento. Su expresión era de absoluta confusión. Al llegar junto a su hermana la tomó del brazo conduciéndola a un rincón donde nadie las oiría.
—¿No has dormido en nuestro camarote? —Le preguntó, acusadora.
—He dormido en el de Diego —contestó con naturalidad.
—¿Tú y él...?
—Eres una pequeña cotilla, Carlota —le dijo su hermana, pero por su expresión la jovencita entendió lo que había sucedido.
—Entonces es cierto. Te marcharás con él, ¿verdad?
—Me ha propuesto matrimonio, Carlota. Sé que padre y madre no lo verán con buenos ojos después de lo que sucedió, pero...he de intentarlo. No podría vivir sin Diego, hermanita.
—Yo te ayudaré. Podríamos contarles una historia a padre y madre. Tú sabes que se me da muy bien inventar historias.
—¿Quieres decir mentirles?
—No sería una mentira, solo una adaptación de la realidad...
Rosana la miró interrogadoramente.
—Bueno, sí...Habría que mentirles —reconoció la jovencita —. Pero lo que importa ahora eres tú, ¿no crees? ¡Es todo tan romántico!




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