La hija del corsario

19- El encuentro

El sucio y maloliente callejón en el que las hermanas se internaron carecía de salida. Un tosco muro de ladrillos les bloqueaba el paso y el rumor de alguien caminando tras ellas se escuchaba con mayor claridad.
—Alguien nos sigue —dijo Carlota, asustada.
Rosana decidió mantener la sangre fría. El filo de la daga que sacó de entre sus ropajes brilló a la luz del sol con un destello amenazador.
—No te preocupes, Carlota. No nos sucederá nada —dijo, tratando de calmar a su hermana pequeña.
Los pasos se escuchaban más cercanos conforme el desconocido se acercaba. Una figura, embozada con una larga capa negra apareció ante ellas. El sonido de su espada golpeando las hebillas del cinturón les puso la carne de gallina.
El desconocido se acercó hasta ellas y de repente retiró la tela que cubría su rostro.
—¡Diego! —Exclamó Rosana con un grito de alegría.
—¿Se puede saber que hacéis aquí? —Les preguntó con el rostro desencajado por la ira —. ¿Buscan acaso vuestras mercedes la muerte?
—Eso mismo le dije yo —respondió, Carlota —. Pero no me hizo caso.
—Sabemos quienes son y conocemos su barco. Se llama el perdigón y es aquella balandra.
—El perdigón es una de las naos del difunto Williams. Esta capitaneada por Ferris al que llaman el Inglés. Son gente muy peligrosa. ¿Qué hubiera pasado si en vez de ser yo, hubiera sido uno de ellos el que os hubiera seguido?
—Se habría llevado una desagradable sorpresa —replicó, Rosana mostrándole la daga.
—Se hubieran reído en tu cara al ver ese palillo —se rió él —. De todas formas habéis hecho un buen trabajo —reconoció.
—Gracias, mi capitán...
—Vayámonos ahora, antes de que alguien nos descubra. No es lugar para dos señoritas de buena familia como lo son ustedes.
—Pero sí para un pirata como tú, ¿verdad? —argumentó, Rosana.
—Tú lo has dicho. Soy un pirata. Nada ni nadie puede cambiarlo. He visto cosas que os dejarían aterrorizadas y he hecho cosas por las cuales no volveríais a mirarme a los ojos. Mi alma es del color de mi capa y tan oscura como ella.
—Yo te he mirado a los ojos y lo que he visto no me asusta —dijo la joven —. ¿Quizás mi alma sea tan oscura como la tuya?
Diego sonrió. Jamás en su vida conoció un alma más luminosa que la de aquella joven.
—Te equivocas, Rosana, tu alma es pura y limpia y así debe seguir siéndolo.
—¿Por qué no dejáis de discutir sobre vuestras almas para más adelante, cuando hayamos abandonado este lugar de pesadilla? —Les conminó, Carlota.
Ambos rieron y Diego apuró su paso para abandonar cuanto antes los muelles.
Regresaron a casa cuando la temperatura exterior comenzaba a descender y una suave y fresca brisa aliviaba el insoportable calor.
—¿Qué hacemos ahora? —Preguntó, Rosana una vez se reunieron con su padre y le explicaron el resultado de sus pesquisas.
—Vosotras dos —dijo don Pedro, señalando a sus hijas — ya habéis hecho suficiente. Ahora yo me encargaré de poner sobre aviso a las autoridades respecto a ese barco. Vuestro trabajo ha terminado.
—Pero podríamos hacer algo más —refunfuñó, Rosana, muy poco acostumbrada a ser apartada de la acción.
—¿Y qué más podríais hacer sin poneros en peligro? —Objetó el anciano marino.
—Nuestro deber, padre. Poner en antecedentes a todo el mundo sobre lo que está próximo a acontecer.
—Eso tan solo crearía una histeria colectiva —dijo, Diego —. Créeme, sé de que hablo. Es mejor que nadie sepa nada.
—Pero puede haber muchas victimas desprevenidas.
—Si supieran la verdad se generaría un caos absoluto y habría también victimas, solo que no serían los piratas los responsables —vaticinó, Diego.
—¿Entonces solo nos queda esperar? —Se resignó, Rosana.
—La galeaza está al llegar, se espera que mañana o pasado mañana llegué a puerto —dijo su padre —. Ese barco, el perdigón se hará a la mar en cualquier momento para transmitir su información al grueso de la flota y eso es lo que debe impedirse. Partiré ahora mismo a casa del gobernador para ponerle sobre aviso. Vosotros me esperaréis aquí, ¿entendido?
Las jóvenes dijeron que sí, resignadas.
—Yo cuidaré de ellas, don Pedro —dijo, Diego.
—Volveré antes del anochecer.
El anciano marino se puso la casaca y el chambergo y salió de la casa.
Diego y Rosana se quedaron solos al subir Carlota a su cuarto para, según les dijo, olvidar el susto pasado.
—Me irrita permanecer de brazos cruzados, Diego, sabiendo que hay tanto en juego —protestó, Rosana.
—Nada podrías hacer —le respondió, Diego.
—Podría impedir que esos piratas levasen anclas.
—¿Y cómo lo harías?
—Entreteniéndolos de alguna forma, no sé, habrá algo que pueda hacerse.
Diego se quedó pensativo durante un momento.
—Quizás si que haya alguna forma...Pero le prometí a vuestro padre cuidar de las dos. No podría irme y dejaros solas...
—Entonces no tendrás más remedio que llevarnos contigo —propuso, Rosana.
—¡Estás loca! Si tu padre se entera de que os he llevado de vuelta a aquel lugar...
—Pero no tiene porque enterarse —le interrumpió mirándole con la cara que pondría una niña traviesa.
—Eres incorregible, Rosana y...estoy loco por ti.
—Eso ya lo sé. Subiré a mi cuarto a cambiarme de ropa, me pondré algo más, no sé, más práctico... ¿Quieres ayudarme a elegir? —Ella le tendió la mano y Diego se aferró a ella como a un cabo que en el último momento le salvase de ahogarse en el mar, o en este caso en sus ojos, pensó.
—Sé que me arrepentiré de esto... —murmuró.  




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