La hija del corsario

21- Una nueva Rosana

Rosana llegó a su casa tras correr como una azogada por las calles de la ciudad de Cartagena de Indias. Nadie la había seguido después de abandonar los muelles y perder de vista a Diego. Temía por él. Los piratas tuvieron que ir detrás suyo porque ella en ningún momento vio que nadie la siguiera. Fatigada, entró en su casa y se dejó caer sobre una butaca. Su padre aún no había regresado de su visita al gobernador, aunque ahora ya poco importaba lo que hicieran. La nao de los piratas yacería en esos momentos en el fondo de la bahía y nunca podrían avisar al grueso de la flota de las defensas de la ciudad. Con ello habían ganado una pequeña batalla, aunque la guerra aún estaba por comenzar. La galeaza que transportaba todas aquellas toneladas de oro atracaría en el puerto en los próximos días y los piratas llegarían tras ella como los buitres al oler un cadáver descompuesto.
Necesitaba a sus seres queridos a su lado...Necesitaba a Diego junto a ella. Rezó a Dios pidiéndole que regresase pronto, porque si no, no sabía lo que sería de ella.
La puerta de la casa se abrió en ese mismo momento y Rosana acudió presto hasta la puerta, pero no era Diego el que regresaba, era su padre.
—¡Rosana! ¿Qué haces vestida así?
—Yo...esto, padre. Todo tiene una explicación.
—Me has desobedecido, ¿verdad?
—Diego y yo hemos hundido el barco pirata, ahora ya no podrán avisar a nadie...
—¿Diego y tú hundisteis el barco? —Preguntó don Pedro sin terminar de creérselo —. Y Diego ¿dónde está?
—Nos separamos cuando los piratas venían tras nosotros...No sé dónde puede estar...
—¡Oh, Dios mío! ¿Los piratas os persiguieron?
—Tan solo a él. Yo nunca estuve en peligro... Pero temo que le hayan atrapado, padre.
—Estará bien, hija mía. Diego no es cualquier hombre, él también es...
—Sí, un pirata, lo sé...pero también es algo más, es bueno y tiene un corazón bondadoso y...
Don Pedro la miró atentamente, antes de interrumpirla.
—Y tú le amas de verdad, ¿no es cierto?
—Sí, padre —confesó, Rosana —. Le amo... Y le amaré incluso si va en contra de su voluntad, padre.
—Te conozco bien, Rosana y sé que lo harías. Serías capaz de dejarlo todo, incluyendo a tu propia familia para estar con él. Pero eso no tiene porque suceder. Ya te di mi bendición incluso aunque crea que estás cometiendo un error, porque soy de la opinión de que todo el mundo tiene derecho a equivocarse si ese es su propósito. Después cuando recapacites te darás cuenta de ello...
—O puede que usted se equivoque, padre.
—Eso espero, hija mía, eso espero. Ahora creo que debo salir a buscar a tu pirata.
—Yo le acompañaré, padre.
Él la miró a los ojos y supo que nada la retendría en la casa.
—Está bien. Pongámonos en marcha y reza para que le encontremos antes que esos malditos piratas.

                                                                                    ◇◇◇

Diego permanecía oculto detrás de un montón de basura en un sucio callejón. Logró llegar hasta allí, pero ahora su camino se había esfumado al comprobar que aquel callejón carecía de salida. Sus perseguidores le iban a dar alcance en cuestión de minutos y no veía forma de huir.
—Tiene que estar por aquí —oyó que decían a escasos metros de donde él permanecía oculto.
—Destriparemos como a un maldito cerdo a ese traidor —sugirió otro.
—Me lo dejaréis a mí —tronó una voz que Diego reconoció pertenecer a Ferris, el segundo lugarteniente de Williams el rojo. Su mano izquierda por así decirlo.
—Claro, capitán —dijo servicial otro de los piratas —. Dejaremos que le despellejé que es lo único que se merece.
—Vosotros dos —Volvió a decir, Ferris —, inspeccionar ese callejón. Sin duda debe estar escondido entre la basura como la rata que es.
—A la orden, capitán.
Diego escuchó pasos acercándose a donde él se encontraba y echó mano a su espada. Si tenían que atraparle, se llevaría a más de uno por delante. Estaban tan cerca de él que no podía creer que no le hubieran visto todavía.
Unas voces provenientes de la entrada del callejón hicieron detenerse a ambos piratas que se giraron al unísono hacía el lugar de donde venían.
—¿Sois vosotros marineros del perdigón?—Preguntó una de las voces.
—¿Quién quiere saberlo? —Gritó uno de los piratas.
—Aquel que os va a matar —contestó sencillamente.
Ambos piratas rieron ante la bravuconada y rápidamente sacaron sus largos cuchillos de abordaje.
—Aquí el único que va a morir vas a ser tú —amenazó uno de ellos.
—No lo creo —Un fuerte estampido selló las palabras de este último y uno de los piratas cayó muerto al suelo. El otro, bastante confundido dudó durante un segundo entre huir o plantarle cara al desconocido y esa duda fue su perdición porque un segundo después caía muerto con el corazón atravesado por el acero de una espada.
—¿Diego? —El joven escuchó que pronunciaban su nombre y salió de su escondrijo. Allí, frente a él se encontraba un joven caballero que no era otro más que Rosana, aún disfrazada con sus ropas de hombre.
—¿Tú? —Preguntó Diego sin llegar a creérselo. La pistola que Rosana sostenía en su mano izquierda aún humeaba, mientras que en la derecha sostenía una espada ensangrentada.
—Sí, soy yo, más no hay tiempo de explicaciones, debemos salir de aquí.
—En eso estoy de acuerdo.
Fue en ese momento cuando vio a Don Pedro que regresaba presuroso de otro de los callejones.
—Es hora de irnos, ese disparo atraerá a los piratas hasta aquí —dijo —¿Qué es lo que has hecho, Rosana?
—Eso mismo me pregunto yo —dijo Diego, aún bastante sorprendido.
—Hice lo que tenía que hacer, padre —contestó ella muy serena.
—No lo dudo, pero eso que has hecho es muy peligroso y tú solo eres una señorita y...
—Ya no, padre. Amo a un pirata y como tal, seré como él —respondió la joven.
—¿Dónde está la dulce niñita que yo crié? —Preguntó don Pedro, compungido.
—Esa niña ha crecido, padre, ya no existe. Más no lo lamentéis, con respecto a vos seguiré siendo la niña de sus ojos.
—¡Y mi futura esposa! —Exclamó, Diego.
—Tu esposa, sí. Ahora marchémonos antes de que regrese alguno de ellos, no me queda pólvora para volver a cargar la pistola.
—Creo que ha encontrado su verdadera naturaleza — dijo Diego mirando a su futuro suegro y meneando la cabeza, después corrió en pos de la joven.
—Ya estoy viejo para estos lances —rezongó don Pedro echando a correr tras los jóvenes.  




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.