Rodrigo de Ayala se hallaba contemplando con devoción su colección de armas de fuego de las que tenía unos muy extraños y codiciados ejemplares. Igual que otros coleccionaban libros o incluso monedas antiguas, él siempre había sentido adoración por esos juguetes. Todas las mañanas limpiaba las armas y las engrasaba para mantenerlas en perfecto estado y en el momento en que el gobernador de la ciudad se personó frente a él, Rodrigo terminaba de adecentar su última adquisición.
—Don Ernesto, es un placer recibir su visita —Rodrigo se volvió hacía el gobernador al tiempo que le mostraba el arma que sujetaba en su mano — Fíjese, esta preciosidad perteneció a Don Hernan Cortes en persona. Ahora yo soy su legitimo propietario...
—He venido a hablar con usted para solicitarle un favor...
—Siempre estoy dispuesto a ayudar a los demás, gobernador, dígame cuál es ese favor.
—Me gustaría que tuviera la bondad de dejar que don Diego Robles recibiera la visita de la que iba a ser su futura esposa, doña Rosana Hinojos.
—Ya. Eso es exactamente lo que me temía. Un favor para un criminal de guerra. Me pregunto de parte de quien está usted, gobernador. Don Diego es un traidor a su patria y no creo que merezca ninguna atención por nuestra parte.
—Pero doña Rosana es la hija de un hidalgo, una persona de carácter intachable y...
—Don Pedro debería estar encerrado asimismo por confabulación con el enemigo. Si por mí fuera, estaría ocupando una celda contigua a la de don Diego.
—Para bien o para mal esa decisión no es suya y don Pedro es ahora un héroe. Gracias a él, el asalto de los piratas pudo frustrarse.
—Voy a ser condescendiente por una vez y permitiré que esa joven vea al que iba a ser su esposo —dijo Rodrigo —. Pero será el único favor que obtendrá de mí, gobernador. Ahora si no me requiere para ninguna otra cosa, haga el favor de salir de mi barco.
Rosana le dio efusivamente las gracias al gobernador en cuanto este le comunicó la decisión de Rodrigo de Ayala.
—No acuda usted sola, doña Rosana. El almirante no es una persona de grato talante. Temo que pueda llegar a herirla solo por el hecho de verla sufrir.
—Gracias por su preocupación, don Ernesto. Lo tendré en cuenta, aunque en realidad no soy persona susceptible. No podrá herirme más allá de unas palabras que yo no escucharé, nunca se atrevería a ponerme una mano encima.
—Eso tampoco lo tengo muy claro, doña Rosana. Don Rodrigo es una persona muy perturbada a mi entender y no me atrevería a imaginar de que es capaz.
—Entonces le haré caso y tomaré las medidas necesarias. Gracias de nuevo.
—No hay de que. Yo hubiera dado ese perdón a don Diego. Creo que se trata de una persona honesta y también creo que es de sabios rectificar, pero las circunstancias me han superado y lo lamento de veras...
—Es usted una buena persona, don Ernesto. Nunca he dudado de sus intenciones.
Una vez que se quedó sola, Rosana subió al cuarto de su hermana.
—La primera parte del plan ya está en marcha —le dijo —. El galeno me ha entregado lo que me dijiste que le pidiera y deberías haber visto su cara de asombro cuando se lo pedí. Don Rodrigo ha accedido a que pueda visitar a Diego. Ahora viene la parte más difícil.
—Tendrás que hacerlo tal y como te dije. Deberás ser fuerte. No será muy grato lo que verás —le explicó, Carlota.
—Estoy dispuesta. Sé que es por el bien de Diego y aguantaré lo que sea necesario.
—Bien. ¿Has encontrado ya a un sacerdote que se avenga a nuestra propuesta?
—No —respondió, Rosana —. No he podido encontrar a ninguno que sea un pelin valiente. Debe ir con su condición. Tienen a Dios de su parte, pero aún le tiene más miedo a perder la vida.
—No blasfemes, Rosana —le criticó su hermana —. Has de ponerte en su pellejo antes de acusar a nadie de cobardía. Por muy ganado que se tenga el cielo, la vida sigue siendo la vida...
—Eres muy inteligente, Carlota, mucho más que yo —dijo Rosana —. Y es un honor para mí ser tu hermana.
La jovencita se sonrojó ante esas palabras.
—El honor es mio, Rosana, porque tu corazón es mucho mejor que el mío y me es muy necesario aprender de ti, si no sería verdaderamente insufrible.
Ambas hermanas se abrazaron sin poder impedir que las lágrimas corrieran por sus mejillas.
—Mejor será que encontremos a ese sacerdote —dijo, Carlota.
—Quizás no haga falta—sugirió su hermana —. Creo que esta vez soy yo la que tengo una idea.
◇◇◇
Los temblores producidos por la fiebre muy alta sacudían el cuerpo de Diego. Las heridas de su cuerpo, infectadas en aquella insalubre celda, le atormentaban casi tanto como la sed que sentía y que hacía arder su cuerpo. A veces durante ratos, su mente deliraba mientras veía la imagen de Rosana que venía a rescatarle, para luego caer en un sopor del que le costaba despertar.
No tenía idea del tiempo transcurrido, pero lo que para él parecían días, podía tratarse muy bien de semanas o tal vez incluso de meses. El tiempo, en su mente embotada transcurría entre momentos de lucidez y espacios donde la negrura se apropiaba de él y en los que perdía el conocimiento.
Un ruido en la puerta de su celda le obligó a abrir los ojos que parecían pesarle como losas de mármol. Fue entonces cuando la vio a ella, a Rosana.
No es más que otra alucinación, pensó, pero al verla acercarse hasta él y sentir sus manos acariciarle, comprendió que esta vez era muy real.
—¡Dios mio! Diego, estás ardiendo.
—Me alegro de verte, pensé que ya nunca podría contemplarte de nuevo —dijo el joven.
—¡Estás enfermo! Estos canallas te han torturado.
—Me encuentro bien ahora que estás a mi lado...
—Te sacaré de aquí, Diego. Aunque sea lo último que haga en mi vida.
—No te dejarán. Debes olvidarte de mí, Rosana. Yo estoy acabado... —Diego sentía que sus fuerzas le fallaban por momentos.
Rosana apretó con fuerza los puños y sacó un frasco que traía y en el que había elaborado la pócima que le entregó el galeno.
—Bebe, Diego —le dijo mientras le hacía tragar hasta la última gota de aquel brebaje.
Diego la miró a los ojos y ella le sonrió.
—Adiós, amor mio.
La luz pareció apagarse en los ojos de Diego y cuando quiso hablar supo que nunca más podría hacerlo. Después su corazón dejó de latir.