El sonido de la tormenta no provenía del cielo, sino del suelo. Era como si la tierra misma rugiera en advertencia.
Nara y Eiden estaban de pie frente al Árbol del Origen, ese coloso antiguo del que —según las leyendas— habían nacido todos los poderes elementales. Las raíces brillaban con destellos dorados, y en el centro del tronco se abría una grieta que palpitaba con energía pura.
—¿Seguro que esto es buena idea? —preguntó Eiden, mientras el viento alzaba su capa.
—Nunca lo ha sido —respondió Nara, con una media sonrisa—. Pero las buenas ideas no cambian el destino. Los actos sí.
De pronto, una figura emergió de entre las raíces: una mujer de ojos como relámpagos congelados.
Su cabello parecía tejido de tormentas.
—Hija del fuego y del aire… vienes buscando respuestas que no deberías tener.
—No busco respuestas, sino verdad —replicó Nara con firmeza.
La mujer alzó una mano, y un rayo cayó frente a ellos, formando un círculo perfecto de luz.
—Entonces entra. Pero recuerda: quien conoce sus raíces, despierta su tormenta.
Eiden la miró una última vez antes de tomar su mano.
—Pase lo que pase ahí dentro, no te soltaré.
—Si lo haces, que el trueno te castigue —respondió ella con una sonrisa temblorosa.
Juntos cruzaron el umbral, y el mundo se volvió electricidad pura.
Nara sintió que su piel ardía, que su poder se fundía con algo más grande que ella. Vio memorias antiguas: dioses de rayos, reinos que temían al viento, y una promesa rota entre los guardianes del cielo.
Al final del relámpago, escuchó una voz familiar…
—Nara, el fuego nunca fue tu elemento. Fue la consecuencia de tu dolor.
Ella abrió los ojos. En su pecho, el tatuaje del rayo brillaba por primera vez.
Y entendió que el verdadero poder no se heredaba. Se liberaba.