El mundo volvió a ella como un golpe seco.
Nara abrió los ojos con dificultad, jadeando. El aire era distinto: más frío, más denso, como si estuviera respirando el aliento de una criatura dormida durante mil años. Intentó moverse, pero sus manos temblaban y un cosquilleo recorría cada centímetro de su piel, como si su cuerpo no terminara de pertenecerle.
—¿Dónde… estoy?
La luz que la había tragado ya no estaba. En su lugar, un vasto espacio de penumbra se extendía a su alrededor. No era bosque, ni templo, ni reino conocido. El suelo estaba hecho de una especie de piedra negra que brillaba como vidrio pulido. Sobre ella, símbolos que no recordaba haber aprendido ardían en un tono azul plata, formando círculos que latían con su respiración.
Naráhel…
La voz hizo que Nara girara bruscamente.
No había nadie.
Solo esa presencia que vibraba en el aire como si fuese parte de él.
—No uses ese nombre —respondió ella con un hilo de voz—. Yo soy Nara.
Un murmullo se extendió por la sala, como viento moviendo miles de hojas secas.
—Esa es tu forma. No tu esencia.
Antes de que pudiera replicar, algo se materializó frente a ella. Una figura alta, envuelta en un velo de sombras líquidas. No tenía rostro, pero dos destellos blancos flotaban donde deberían estar los ojos. Otros dos seres aparecieron detrás, igualmente etéreos.
Los Ancianos.
—¿Por qué me trajeron aquí? —preguntó Nara, retrocediendo un paso—. Yo no pedí venir.
—Tu poder está despertando más rápido de lo previsto —respondió el del centro—. Y tu vínculo con el Guardián de la Sombra está afectando el equilibrio.
Nara sintió un pinchazo en el pecho.
—Eiden no es mi problema. Él me ha salvado más veces de las que ustedes siquiera podrían imaginar.
El Anciano inclinó la cabeza.
—Y también será la causa de tu ruina, si no controlas lo que eres.
Nara apretó los puños.
—¿Qué soy, exactamente?
El símbolo bajo sus pies se iluminó con un destello cegador.
—Eres la portadora del Eclipse. La unión entre luz y oscuridad. La llave para abrir… o cerrar… el paso entre los reinos.
Un escalofrío recorrió a Nara de arriba abajo.
—No quiero abrir nada —dijo, con la voz quebrándose—. Solo quiero proteger a quienes amo.
La sala vibró como si los Ancianos no aprobaran esa respuesta.
—Los sentimientos son cadenas, Naráhel. Te debilitan. Te distraen de tu propósito.
—Me hacen humana —replicó ella—. Y no pienso renunciar a eso.
Un silencio poderoso cayó sobre el lugar. Luego, el Anciano al fondo habló:
—El equilibrio está por romperse. Y tú debes decidir de qué lado caerás.
Nara sintió cómo el Eclipse dentro de ella se agitaba. No como un enemigo, sino como un animal atrapado buscando salida.
—¿Qué quieren de mí? —susurró.
Los tres levantaron sus manos, y el símbolo bajo ella se partió en dos.
De un lado, luz pura.
Del otro, oscuridad absoluta.
—Escoge tu senda —dijeron al unísono.
—Y acéptalo todo… o piérdelo todo.
La garganta de Nara se cerró.
—¡Nara!
La voz de Eiden atravesó el espacio como un relámpago. Ella giró instintivamente. No podía verlo, pero su grito resonaba dentro de su pecho como si la estuviera llamando desde el borde del mismo mundo.
—Eiden… —susurró, sintiendo cómo las lágrimas le ardían.
El Anciano del centro habló de nuevo:
—Esa voz no te pertenece. Esa conexión debe romperse.
Nara dio un paso atrás, con el corazón en llamas.
—Si intentan romper mi vínculo con él…
Sus ojos se oscurecieron.
—Van a conocer lo que realmente soy.
El Eclipse explotó en su interior.
Los símbolos se encendieron como un sol.
Los Ancianos se estremecieron.
Y por primera vez… retrocedieron.
La luz y la sombra obedecían a Nara.
No a ellos.
Y ella lo supo.
Había llegado la hora de luchar por sí misma.
Y por él.