El silencio que siguió al estallido final fue tan profundo que Nara creyó que el mundo entero se había detenido solo para escuchar su respiración. Las brasas que flotaban en el aire —restos del choque entre su poder y la energía corrupta del Enlace Sombrío— caían como una nevada incandescente sobre el suelo resquebrajado.
Eiden seguía a su lado, la mano firme en su cintura, como si temiera que ella pudiera desvanecerse si la soltaba. Y aunque Nara quería decirle que estaba bien, la verdad vibraba bajo su piel: algo dentro de ella había cambiado, algo que no podía comprender aún.
—Dime que sigues aquí —murmuró Eiden, su voz baja, rota, como si le costara arrancarla de su pecho.
Nara alzó la mirada. Los ojos de él, antes tan intensos, parecían oscurecidos por un miedo que intentaba ocultar.
—Estoy aquí —susurró—. Pero hay… algo. No sé cómo explicarlo.
Antes de que Eiden pudiera responder, el suelo tembló. No era un temblor violento, sino uno sutil, profundo, como un latido.
La tierra respiró.
Y una figura emergió entre el humo.
Era Lyriel, la guardiana de los Nexos. Su cuerpo brillaba con un resplandor tenue, como si la batalla la hubiera consumido casi por completo.
—No hay tiempo —dijo—. Lo que destruyeron no era la raíz del Enlace Sombrío. Solo un fragmento.
Nara sintió que el aire se vaciaba a su alrededor.
—¿Quieres decir que… todo esto puede volver?
—No puede —respondió Lyriel—. Ya volvió.
El horizonte se oscureció. No era noche cayendo, ni nubes. Era una sombra viva, una que se deslizaba como humo líquido en dirección a la fortaleza. Eiden dio un paso al frente, escudo en mano, su aura encendiéndose como fuego blanco.
—No dejaremos que tome nada más.
Lyriel lo observó con gravedad.
—No hablo de un enemigo externo. Hablo de ella.
Nara sintió cómo el mundo la golpeaba de lleno.
—¿De mí?
—Absorbiste parte del núcleo —explicó la guardiana—. Ese poder no desaparece… se fusiona. La oscuridad que enfrentan ahora no es solo una amenaza: es la consecuencia de tu despertar incompleto.
Eiden se volvió hacia Nara al instante, sosteniéndola por los hombros.
—No escuches eso. No eres una amenaza. No lo serás nunca.
Pero Nara sí lo escuchaba. Y lo sentía. Una pulsación constante bajo su piel, un ritmo ajeno a ella. Como un segundo corazón hecho de sombra.
Lyriel continuó:
—Puedo contenerla por un tiempo, pero solo tú puedes dominarla. Si no lo haces… consumirá todo a su paso.
El aura de Nara comenzó a agrietarse, como si la luz que siempre había emanado ahora fuera incapaz de sostenerse.
—¿Cómo la detengo?
Lyriel la miró con profunda tristeza.
—Debes cruzar el Umbral interior. Enfrentar aquello que has negado toda tu vida. Ese será el precio.
Eiden tomó la mano de Nara, entrelazando sus dedos con una firmeza desesperada.
—Entonces voy con ella.
—No puedes —replicó Lyriel—. Ese lugar solo existe dentro de ella. Si intentas entrar, la sombra te expulsará. O te romperá.
Nara vio el miedo en Eiden. No por él. Por ella.
Y eso, precisamente eso, fue lo que le dio valor.
—Eiden… —dijo, llevándose una mano a su mejilla—. Voy a regresar. Te lo prometo.
—Las promesas no detienen a la oscuridad.
—Pero tú sí —respondió Nara, con una sonrisa cansada—. Siempre lo has hecho.
Lyriel extendió una mano, y un círculo de luz se abrió a los pies de Nara.
Un portal.
No hacia otro lugar, sino hacia lo más profundo de su propio ser.
Un viento helado salió de dentro, envolviéndola. La oscuridad rugió como si reconociera a su huésped.
Eiden intentó dar un paso para seguirla. El portal respondió con una fuerza violenta, empujándolo hacia atrás.
—¡Nara!
Ella lo miró una última vez. Tomó aire.
Y se dejó caer hacia el abismo interior.
Lo último que escuchó antes de que la luz desapareciera fue la voz de Eiden, quebrada, llamándola como si su nombre fuera lo único que pudiera evitar que el mundo se apagase.
—¡Nara!—
Y entonces, todo se volvió sombra.