El mundo volvió en fragmentos.
Primero, un murmullo lejano. Luego, el frío del suelo bajo su cuerpo. Después, un olor metálico que no pertenecía a ningún lugar seguro. Nara abrió los ojos lentamente, como si párpados de piedra la mantuvieran atrapada entre mundos. Una luz cálida se desbordó sobre su visión, y por un instante creyó seguir en el Umbral.
Pero esa luz no era suya.
Era la luz de Eiden.
—Nara… —su voz llegó rota, quebrada, como si hubiese sido arrancada de su pecho múltiples veces.
Ella parpadeó, y lo vio. Eiden estaba arrodillado junto a ella, con las manos temblorosas sobre sus mejillas, su cabello despeinado y su respiración volviéndose turbulenta al verla despertar. Jamás lo había visto así: tan vulnerable, tan humano, tan… desesperado.
—Estoy aquí —susurró Nara, su voz rasposa, como si hubiese cruzado un incendio interno.
Eiden dejó escapar un sonido entre sollozo y risa, apoyando su frente contra la de ella.
—Pensé que te perdería. No sentía tu energía, Nara. Ni tu luz… ni tu sombra. Nada. Era como si te hubieras desvanecido.
Ella levantó una mano, aún pesada, y la posó contra su rostro.
—No me perdí. Solo… me encontré.
Eiden la miró entonces, realmente la miró. Sus ojos se abrieron ligeramente, como si pudiera percibir algo nuevo dentro de ella.
—Tu aura… está diferente.
—Equilibrada —respondió Nara—. Ya no luchan dentro de mí. No hay guerra, no hay grietas. Soy una sola pieza.
Eiden la sostuvo con más fuerza, como si temiera que dejara de existir si aflojaba el agarre.
—Eres más poderosa.
—Soy más yo —corrigió ella.
El silencio que se formó entre ellos no era incómodo; era profundo, como un océano que ambos estaban reconociendo por primera vez. Pero ese instante se quebró cuando un temblor recorrió el templo, haciendo vibrar las piedras bajo sus pies.
Eiden se tensó.
—El núcleo reaccionó cuando entraste al Umbral. Algo se desató. Debemos movernos antes de que—
Un rugido ensordecedor los interrumpió. No era un sonido de criatura, sino de energía pura desgarrando el espacio. Nara se incorporó con torpeza, pero Eiden la sostuvo antes de que pudiera caer.
—Voy a ayudarte —dijo él, sin permitir discusión.
Nara negó con suavidad.
—No. Esta vez… déjame mostrarte lo que soy ahora.
Eiden abrió la boca para objetar, pero algo en los ojos de Nara lo detuvo. La determinación. El fuego. La calma. No era arrogancia ni temeridad… era equilibrio.
Ella se puso de pie, y una ráfaga de viento surgió alrededor, levantando polvo y fragmentos de piedra. Eiden retrocedió un paso, impresionado.
La energía de Nara no ardía como antes, ni tampoco se retorcía como la sombra. Era una espiral perfecta de ambas, como el amanecer y el ocaso atrapados en la misma llama.
—Eiden —lo llamó ella, sin apartar los ojos de la grieta que se abría en el centro de la sala—. Pase lo que pase, no me detengas.
Él apretó los dientes, dolido por la idea, pero asintió.
—Confío en ti… más de lo que confío en mí mismo.
La grieta estalló, liberando un torbellino de oscuridad que se disparó hacia el techo. Nara levantó una mano y la energía respondió a su llamado, formando un campo que se extendió como un abanico de luz y sombra fusionadas.
Eiden observó con incredulidad cómo aquella energía, que antes la consumía, ahora la obedecía.
—Nara… —murmuró él, casi sin aliento.
Ella dio un paso al frente, sintiendo el poder correr por sus venas sin descontrol, sin gritos internos, sin dolor. Solo fluía, como si siempre hubiera estado destinado a hacerlo.
El torbellino tomó forma. Un ente oscuro, sin rostro, hecho de fragmentos de la energía corrompida del núcleo. Un eco del caos.
La criatura rugió, extendiéndose hacia ellos.
Nara no se movió. Alzó su mano, y su energía respondió con una fuerza que hizo retumbar las paredes.
—No voy a huir —susurró, más para sí misma que para el enemigo—. Ya no.
La luz y la sombra se arremolinaron en su palma, unidas en una esfera pulsante. Cuando la lanzó, el impacto iluminó toda la sala, creando un estallido que resonó como el trueno más profundo del cielo.
El silencio llegó después, pesado y absoluto.
Eiden corrió hacia ella, tomándola antes de que perdiera el equilibrio.
—¿Estás bien? ¡Nara!
Ella respiró hondo, apoyándose en su pecho.
—Sí…
Y luego, con una sonrisa cansada pero sincera:
—Por primera vez, sí lo estoy.
Eiden la abrazó como si se hubiera estado ahogando y ella fuera la única brisa de aire en el mundo.
—Nunca vuelvas a dejarme así —susurró contra su cabello.
—Nunca vuelvas a soltarme —respondió ella.
Y en medio del templo en ruinas, con la guerra acercándose y el destino amenazando con romper todo a su paso, por un instante, ambos sintieron que el mundo se detenía solo para ellos.