El refugio estaba sumido en una penumbra inquietante.
La luz que entraba por las grietas de la cueva temblaba como si también temiera acercarse demasiado a lo que estaba ocurriendo.
Nara no había movido la mano del pecho de Eiden desde que él cayó inconsciente. Podía sentir su respiración irregular, como si su alma respirara a través de miles de cristales rotos. La herida en su núcleo seguía abierta, palpitante, irradiando un frío que quemaba.
Eiden abrió los ojos apenas un poco, sus pupilas oscilando entre la oscuridad familiar y un brillo plateado que no le pertenecía.
—No… —jadeó él, aferrándose al brazo de Nara—. No te alejes.
—No voy a hacerlo —respondió ella, inclinándose para que él la viera mejor—. Estoy aquí, Eiden. No voy a dejarte.
Él exhaló lentamente.
—Tu aura… me calma. Mantén tu luz cerca.
Nara sintió un estremecimiento recorrerla.
No por miedo.
Sino por la certeza de lo que sus poderes estaban empezando a significar para él.
—Ellos querían romper tu núcleo —susurró ella—. Romperte. Para obligarme a elegir la oscuridad.
Eiden cerró los ojos un instante.
—Los Ancianos conocen tu límite. Querían mostrarte lo que se siente perderme.
La respiración de Nara tembló como si la cueva hubiese inhalado con ella.
—No puedo perderte —confesó, agotada—. No después de todo lo que hemos atravesado.
Eiden sonrió con dificultad, una sonrisa torcida, cargada de dolor pero también de algo más profundo.
—No pienso morirme, Nara. No mientras tú sigas llamándome.
Ella le acarició el rostro con una delicadeza que ni ella sabía que podía tener.
La piel de Eiden estaba fría, pero debajo de esa frialdad había una chispa. Su poder.
Su vínculo.
—¿Qué necesitas? —preguntó ella, decidida—. Dime qué debo hacer.
Él la miró con una intensidad casi insoportable.
—No puedes cerrar mi núcleo —admitió—. Está herido de una forma que solo la oscuridad entiende. Pero puedes sostenerlo… hasta que sane.
—¿Cómo?
Eiden tragó saliva, y una sombra viva se deslizó por su garganta, trepando hacia sus clavículas.
—Comparte tu luz conmigo.
El corazón de Nara dio un salto inesperado.
—¿Eso… te salvará?
—Me dará tiempo —respondió él—. Tiempo para no romperme.
Ella dudó apenas un instante, no porque temiera por sí misma, sino porque sabía que un intercambio de energía entre portadores podía cambiarlo todo. Podía unirlos. Podía marcarlos.
Pero Nara ya estaba marcada desde que lo conoció.
—Está bien —susurró, acercándose más—. Toma lo que necesites.
Eiden elevó una mano temblorosa y la apoyó sobre la mejilla de ella. La sombra a su alrededor reaccionó, moviéndose, respirando, acercándose a la luz que irradiaba desde el pecho de Nara.
Y entonces ocurrió.
La energía salió de ella como un latido brillante, extendiéndose desde su corazón hacia la herida abierta en él. No era luz suave ni cálida; era luz poderosa, casi feroz, como si su eclipse interno hubiera decidido protegerlo sin pedir permiso.
Eiden arqueó la espalda, un gemido ahogado escapándole de los labios.
—Nara… basta… —jadeó—. Es demasiado.
—No mientras sigas luchando para quedarte conmigo —respondió ella, apretando su mano sobre él.
La luz entró en su núcleo y la sombra la recibió con un rugido silencioso, como dos fuerzas eternas chocando sin destruirse. Nara sintió algo unirse, algo cerrarse, aunque no por completo. Su energía estaba estabilizando lo que quedaba fracturado.
Eiden cayó de nuevo contra el suelo, respirando hondo.
La herida ya no brillaba con un negro mortal.
Ahora pulsaba con un gris profundo, aún oscuro… pero vivo.
—Lo lograste —murmuró él, abriendo los ojos con cansancio.
—No —susurró ella—. Lo logramos.
Eiden alzó una mano y rozó su rostro.
—Nara… tú eres mi equilibrio.
La garganta de ella se cerró.
No había declaraciones más sinceras que esa.
Pero antes de que pudiera responder, un temblor atravesó la cueva. La tierra vibró, las sombras se agitaron, y la luz se tensó como una cuerda a punto de romperse.
Eiden frunció el ceño.
—Eso no es normal.
Nara se puso de pie, encendiendo un halo plateado alrededor de sus ojos.
—Los Ancianos lo sintieron —dijo—. Saben que no pudieron quebrarte. Y ahora vendrán por mí.
Eiden intentó incorporarse, pero ella lo detuvo.
—No. Primero debes sanar. Yo… —respiró profundo—. Yo puedo con ellos.
Él la miró como si estuviera viendo algo que siempre supo que ella sería… pero que aún no había aceptado.
—Nara… si vas, no podrás volver igual.
Ella sonrió, con una mezcla de valentía y fragilidad.
—Nunca fui igual desde que te encontré.
Y con un estallido de luz y sombra entrelazadas, Nara se preparó para enfrentar aquello que despertaría el verdadero poder del Eclipse.