El temblor no cesaba.
Las piedras de la cueva se desprendían en pequeños fragmentos, como si el lugar mismo estuviera reaccionando a la decisión de Nara. No era un simple movimiento de tierra: era un aviso. Una advertencia. Una respiración profunda de los poderes ancestrales que habían despertado desde el momento en que ella se negó a quebrarse.
Eiden intentó levantarse, pero su cuerpo aún temblaba. La sombra que lo rodeaba respondía lentamente, como un animal herido que buscaba incorporarse sin fuerzas.
—Nara… espera —dijo con voz ronca—. No puedes ir sola. No estás lista para enfrentar a los Ancianos.
Ella lo miró por encima del hombro, y aunque su rostro estaba sereno, sus ojos brillaban con un filo plateado imposible de ignorar.
—No es cuestión de estar lista —susurró—. Es cuestión de que no pienso permitir que te hagan daño otra vez.
La cueva rugió bajo sus pies, y un círculo de energía se abrió delante de ella, como una grieta luminosa en el aire.
Era un portal.
Uno que no había creado ella.
—Están llamándome —dijo Nara, con un tono que mezclaba miedo y resolución—. Saben que no voy a huir.
Eiden intentó ponerse de pie, pero cayó de rodillas, apretando los dientes por el dolor.
—No… Nara… no vayas a su terreno. Ahí son invencibles.
Ella se acercó a él de inmediato y tomó su rostro entre sus manos.
Podía sentir la energía de su eclipse vibrando dentro de ella, respondiendo al caos.
—Eiden. Mírame.
Él obedeció, con respiración agitada.
—Yo no soy la misma chica que ellos pensaban manipular. Y tú tampoco eres el mismo guardián herido que encontraron… ni que intentaron romper.
Él tragó saliva, sintiendo cómo el vínculo entre ellos ardía con más fuerza que antes.
—Te necesito conmigo —admitió él, casi en un susurro roto.
El corazón de Nara se apretó.
—Y yo te necesito vivo.
Ella acercó su frente a la de él, respirando juntos, dejando que sus energías se mezclaran apenas lo necesario para fortalecerlo.
Un destello recorrió la cueva y las sombras se aquietaron durante un segundo, obedeciendo a Eiden… o quizá temiendo la luz de Nara.
—Prométeme algo —dijo él, aferrándola del antebrazo—. Pase lo que pase… no entregues tu esencia. No sacrifiques tu eclipse. Ellos van a intentar arrebatártelo para controlar la brecha.
Nara sonrió, pero era una sonrisa triste, firme.
—Mi esencia no es algo que pueda entregarse. Nací con ella. Y no pienso dejar que nadie decida lo que hago con mi poder.
El portal vibró de nuevo, esta vez con más fuerza.
Nara dio un paso atrás.
Eiden intentó levantarse una vez más, como si cada parte de él se negara a verla partir.
—Nara…
—Shhh —ella lo detuvo—. Escúchame.
Se inclinó y rozó su frente con un beso suave, casi desesperado.
Un hilo de luz bajó desde la piel de ella hasta la de él, como una marca que se encendía entre ambos.
—Esto no es una despedida —dijo—. Es una promesa. Cuando vuelva… tu núcleo habrá sanado por completo.
Eiden apretó los puños.
—Si no regresas…
—Voy a regresar —interrumpió ella—. Porque aún no he terminado contigo.
Él no pudo evitar una risa suave, rota, que se convirtió en un suspiro de dolor.
Nara se giró hacia el portal.
Sus pies tocaron el borde del círculo, y la energía la envolvió como un velo helado.
Su aura brilló automáticamente, expandiéndose, recordándole a cualquier fuerza al otro lado que ella ya no era una víctima.
Era un faro.
Una amenaza.
Una heredera del Eclipse.
Antes de cruzar, volvió la cabeza hacia él.
—Cuando despierte tu sombra —dijo—, búscame.
Eiden abrió los ojos con un brillo oscuro e intenso.
—Siempre.
Y entonces Nara cruzó el umbral.
El mundo se quebró en luz y oscuridad.
El aire al otro lado era distinto, más pesado, lleno de murmullos susurrantes que parecían venir directamente del corazón del universo. Un vasto salón de piedra obsidiana se extendía ante ella, bañado en un resplandor gris.
Los Ancianos la esperaban.
Tres figuras altas, envueltas en capas de sombra líquida, como si fueran parte de la misma oscuridad que intentaban imponer.
—Naráhel —dijeron al unísono, sus voces resonando en todos los rincones del salón—. Al fin vienes a tu verdadero hogar.
Nara levantó la barbilla, dejando que su luz se encendiera.
Sus ojos brillaron con un eclipse plateado que hizo retroceder las sombras alrededor.
—Mi hogar —respondió ella— está donde está él.
Y sin esperar un segundo más…
La sala tembló bajo su primer golpe de poder.
El Eclipse había comenzado a despertar.