A la mañana siguiente, Aboki se levantó muy temprano. Apenas desayunó y salió disparado a la calle. No tardó en localizar el hogar del mercader. Era imposible ignorarlo. Era la estructura más bonita que hubiera visto. Finamente decorada con columnas similares a las griegas. Desde su posición de vigilante podía ver el patio y algunas habitaciones con cristales.
El mercader debía ser un hombre muy rico y, por lo tanto, Adelia también. Ya se la imaginaba. Hermosa con un vestido de seda, caminando con alguna dama de compañía, seguida de guardias personales. Esas ideaciones le llenaban de ansia y de miedo.
¿Qué tal si ella no lo quería? ¿Podría rechazarlo? ¿Tendría a otro? Dudas. Las dudas le asaltaban como verdaderos enemigos. Para tranquilizarse tenía que recordar que él también era un príncipe. Claro que no, en el sentido que le daban los humanos.
Por miedo de caerse del árbol, decidió bajar. Bajó con cuidado, silencioso como un gato. Un ejercicio que había hecho miles de veces en su vida. Apenas puso un pie en el suelo, escuchó:
—¿Se puede saber qué hace? —La voz era grave, con un toque de agresividad, sin embargo, en un tono que revelaba feminidad. Aboki se quedó inmóvil. Quizá estuviera en problemas.
—¿Es ilegal madrugar? —preguntó inocentemente.
—No, pero sí espiar. Dígame, ¿qué hace?
Aboki se dio lentamente la vuelta y la miró. Un suspiro de tranquilidad se escapó de sus labios. Solo era una niñita. Tenía los brazos en jarras intentando parecer mayor. Aboki sonrió y le dio dos palmadas en la cabeza.
—No te preocupes, pequeña. No hacía nada.
—No me llame pequeña —reclamó ella frunciendo más el entrecejo.
Él sacudió la cabeza. La juventud de hoy era muy amargada. Se acomodó mejor contra el tronco del árbol y la ignoró. Se enfocaría en ver la entrada principal.
Un bufido casi rompió su concentración, pero logró ignorarlo. Sin embargo, pronto sintió un jalón en su abrigo. ¿Qué le pasaba a esa niña? ¿Por qué le fastidiaba tanto?
El agarre se asemejaba al de una piraña. Brusco, casi rozando en lo violento. Aboki sacudió su ropa con firmeza y logró que se soltara. La pequeña medía alrededor de un metro treinta y cinco y tenía la cabeza rubia. Su cabello era tan largo que cubría gran parte de su cara.
—Mira niña, no tengo tiempo para darte una moneda, comprarte galletas o buscar a tu peluche. Estoy ocupado. —Se apartó un paso más allá y volvió a su vigilancia.
—Ya le dije que no me diga así —respondió ella más enojada. Su voz adquiría un tono chillón que le resultaba molesto.
—Ah, perdone, ¿prefiere que le llame joven infante? O mejor, ¿princesa? —respondió irritado usando una sonrisa falsa.
¡Dioses! ¿Es que acaso no podía alguien espiar una casa ajena?
—En realidad, preferiría que me llame señorita, ya que es eso es lo que soy.
Aboki le miró incrédulo. La chica ni parpadeó. Parecía estar segura de lo que decía. Un movimiento cerca de la casa llamó su atención. Un grupo de sirvientes salían llevando varias canastas. ¿Sería posible que ahí estuviera Adelia?
El dolor en la pantorrilla le devolvió a la realidad. Aboki saltó en una pierna, agarrándose dónde le dolía. Lo mocosa se reía con ganas. Es más, había agarrado una muleta y estaba dispuesta a volver a golpearlo. Él no tuvo opción. A los únicos que soportaban era a sus sobrinos. La empujó.
Desde que convivía con humanos se había controlado. Usaba el mínimo de su fuerza, así jamás lastimaba a nadie. Ni siquiera en las batallas. Sin embargo, había pasado mucho tiempo alejado. Ese día, vio con horror como la pequeña se caía. Su cuerpo atraído por la gravedad. Sus brazos intentando detener el golpe. Su trasero golpeando el suelo.
El mundo se volvió lento. Aboki casi podía escuchar sus llantos. Los sirvientes acusándole de violento. La gente expulsándole del lugar. Adelia perdida para siempre. Él no reaccionó y presenció como la niña se quejaba.
Parecía una muñequita. Hizo una pequeña mueca con los labios y se pasó una mano por su pelo. ¿Intentaba peinarlo? Su mirada era una mezcla de vergüenza con dolor. Su cabello se movió como una cortina, destapando lo único que no podía ser: la marca de nacimiento sobre su mejilla.
No había palabras o pensamientos que él pudiera albergar. El mundo se rompió como un espejo. Los fragmentos cayeron a sus pies. La marca brillaba como una luz. Era rojiza, en una forma particular de manzana. Le daba un aspecto dulce y perfecto. Sin embargo, todo lo demás estaba mal.
La chica había sido humillada y él era el culpable. Sus piernas tenían una inclinación extraña y una especie de fierros le sujetabna las rodillas. Con un solo vistazo Aboki entendió todo. Una profunda… ¿pena? No estaba seguro. Todo era muy confuso. Entonces, ella le miró y él supo que se quedaría solo para siempre.
—¿Vas a ayudarme o no, tonto? —gruñó Adelia ofreciéndole una mano.
Aboki reaccionó y sacudió la cabeza. Tenía que actuar. No… No había tiempo para preguntas incómodas. Se apresuró a tomarla del brazo. Era sorprendentemente fuerte. Aun así, la trató con delicadeza. Le alcanzó las muletas y le acomodó el cabello.
—Lo lamento. Yo… solo reaccioné— dijo. Incluso para sus oídos eso sonaba mal.