La hija del mercader

Dos solitarios

La casa era un verdadero laberinto. Tenía puertas y habitaciones por todos lados. Había ejércitos de sirvientes que llevaban todo tipo de objetos. Aboki tenía que hacer un esfuerzo para no perderse entre la multitud.

En cuanto pudo, Adelia se soltó de su brazo y caminaba delante de él. Aboki, para no perderla, miraba la falda de su vestido. No es que supiera algo de moda o telas, pero no le parecía caro. Tenía unos vuelitos en la falda y en las mangas. Un corsé que acentuaba su figura femenina y que Aboki no podía creer haber pasado por alto. Sin embargo, ahora su principal preocupación era su orgullo. Adelia no usaba nada que él no pudiera pagar.

Finalmente, llegaron ante unas puertas dobles que se abrieron y revelaron un salón majestuoso. Tenía un enorme espejo con adornos de oro y plata. Sillones cómodos y repletos de pequeñas almohadillas. Un sinnúmero de telas de magnífica calidad y probadores lujosos de ensueño.

Apenas entraron, un grupo de criados aparecieron lanzando todo tipo de exclamaciones y frases de preocupación por Adelia. La joven intentó restar importancia, pero ellos ya estaban encima tratándola como a una niña. Destilaban tanta lástima que Aboki se sintió muy incómodo. Esa chica no estaba indefensa. ¡Claro que no! Su pantorrilla todavía se quejaba por el golpe. Ya había sentido la furia de su horrible muleta y todavía le dolía. ¿Qué vendría luego?

Ignorado por todos, no le quedó más remedio que sentarse. Los lacayos levantaron a Adelia y la dejaron sobre una plataforma de cristal. Le colocaron bien las muletas, le dijeron más halagos, palmearon su cabeza y desaparecieron. Sin ellos, el salón era terriblemente solitario.

Aboki intentó acomodarse y entablar conversación, pero no se le ocurrió nada. Adelia, por su parte, se olvidó de él. Sujetaba sus muletas tan fuerte que sus dedos estaban blancos. Él la miraba hasta que ella le giró los ojos.

—Cristina —gritó. Su voz era tan aguda que sus oídos se quedaron pitando.

Una señora alta de cabellos negros y muy rígida entró corriendo en la habitación. ¿De dónde había salido? Era un completo misterio. Al ver a su joven ama, la señora suspiró.

—No, de nuevo. —dijo acercándose a Adelia y arrodillándose para estar a su altura—. ¿Estás herida, querida?

—Nunca lo estoy. ¡Deja de preguntar siempre lo mismo! —respondió Adelia, muy grosera—. Si me quieres ayudar, te lo agradecería —añadió, jalando su vestido arruinado.

La mujer aceptó la orden con un murmullo de disculpas y se puso a buscar telas y tijeras. Dejó a Adelia parada en el cristal con su mugroso vestido. La chica intentó moverse por el vidrio, pero sus muletas se resbalaron. Aboki reaccionó.

—No creas que me olvidé de ti —le amenazó antes de que la tocara.

Sin embargo, él la ignoró y la agarró igual por la muñeca para que no se cayera. Ella gritó. Fue tan fuerte que él temió haberle hecho daño de nuevo.

—Nadie te ha pedido que me ayudes —le gritó empujándole y agarrándose su muñeca. Se limpiaba como si la hubiera tocado algo asqueroso.

—Disculpe, su majestad —respondió él burlón. Adelia bufó.

Unos veinte minutos después ella se había logrado bajar de la plataforma. Al hacerlo le sonrió malvadamente y se sentó a su lado. Aboki se removió inquieto en el sillón. ¿Dónde estaba Cristina? Esto se estaba volviendo raro. Sus ojos se clavaban en él como armas muy filosas.

—¿Esto tardará mucho? —preguntó jalándose del cuello de su camisa.

—Solo hasta que encuentren a mi padre —respondió Adelia sin quitarle los ojos de encima.

Aboki no conocía como era el mercader, pero ya se imaginaba lo peor. Ese hombre tenía todo el derecho de defender a su hija. Desconocía si actuara con violencia o con astucia. La espera de su castigo lo martirizaba, imaginándose toda clases de respuesta a discusiones imaginarias. Por su parte, Adelia se había aburrido de incomodarle y jugaba con sus muletas.

Era increíblemente hábil, moviendo las muletas con rapidez y golpeando el suelo con precisión. Casi no fallaba un solo golpe. Con un poco de entrenamiento podía ser una mujer muy peligrosa. Aboki se preguntó qué clase de arma le iría mejor.

Consideró que el arco era una buena opción, sus brazos eran fuertes y su precisión envidiable. Sin embargo, era bajita y los arcos eran grandes. Entonces quizá la cerbatana. Mortal y precisa. Ideal para alguien que era tan ignorada. Aboki sacudió la cabeza. No tenía que pensar en Adelia como si fuera una recluta más. Estaba allí para pagar una ofensa, no para convertirla en guerrera.

Al fin se abrió la puerta y de nuevo ingresó un ejército, encabezado por un hombre medianamente alto y de cabellos canos. Aboki se puso de pie, pero él le ignoró por completo. Su mundo solo giraba alrededor de su hija. Adelia incluso le sonrió. Aboki jamás había visto una sonrisa más bella. Iluminaba su rostro de una manera casi mágica.

Ella abrazó a su padre y él la estrechó entre sus brazos. No le importó que el lodo ensuciara su costoso traje. El trato del mercader le recordó a Caranthir: dulce, cuidadoso y preocupado por sus hijos. Destilaba amor y Adelia respondía a ese afecto.

—No me he lastimado, padre. Solo mi orgullo —dijo con amabilidad.

—¡Esos niños! Alguien debe darles su merecido —contestó el mercader con voz peligrosa.



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En el texto hay: fantasia épica, enemytolover, romantasy

Editado: 30.10.2025

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