La felicidad era una palabra demasiado vacía para lo que él sentía. Era algo inexplicable que lo mantenía sonriendo y silbando. Sus pies le llevaban por toda la ciudad. Ignorante de todo porque su mundo estaba en los recuerdos. Se imaginaba agudas réplicas a su sarcasmo. Tal vez ese día no había hallado al amor de su vida, pero sin duda había encontrado algo.
De alguna forma el camino le llevó a una plaza. Los pueblerinos se acumulaban haciendo compras de frutas conocidas y artesanías de su reino. Aboki despertó de sus ensueños y distinguió a su hermano. Era fácil, pues era el único pelirrojo entre todos ellos. Su color de pelo delataba su extraño origen. Muchos humanos se preguntaban de dónde provenían esos cabellos rojos como el fuego. Ese era un detalle que con suerte nunca conocerían.
Caranthir estaba agachado frente a algunas cajas. Las otras dos cabecitas rojizas se movían de un lado para otro. La gente ya se había acostumbrado a su presencia y los aceptaba con familiaridad e incluso jugueteaban amablemente con ellos.
No dudó en acercarse. Su hermano estaba ocupado anotando números en una gran libreta, mientras que el pequeño Jarumi le jalaba de la chaqueta. Era tan conmovedor verle estirar sus manitos en busca de un abrazo. Caranthir apenas le dirigió una miradita y continuó escribiendo. Aboki sacudió la cabeza y se agachó para abrazar al pequeño.
—¿Por qué tu padre te ignora, pequeñín? —preguntó a Jarumi. Como respuesta, el pequeño le palmeó las mejillas.
—Has desaparecido todo el día—dijo su hermano sin detener su trabajo.
—Sí… bueno. Me he topado con cosas interesantes.
La conversación no pudo continuar porque la pequeña Indis se acercó a los dos. La niña llevaba en sus brazos un montón de mercadería. Aboki esperaba que no se hubiera metido en problemas. No le parecía que era un momento oportuno para molestar a Caranthir.
—A que no adivinas cuánto vendí, padre —dijo ella con esa vocecilla infantil que era una mezcla de ternura y audacia.
—No, tesoro. Tendrás que decirme —respondió Caranthir por primera vez dejando el lápiz y mirándola.
—Me llevé una carreta y solo quedó esto —dijo soltando la mercadería. El bronce se estrelló y resonó por todo el patio. Aboki sintió como su corazón se agitó e incluso como todos se taparon los oídos. El pueblo no tardó en mirar desaprobatoriamente a la niña. Aboki casi sintió vergüenza.
—Excelente, querida —exclamó Caranthir ignorando el ruido y el disgusto —. Te mereces… —buscó algo entre sus cosas y sacó un largo paquetito. Los ojos de Indis se iluminaron. Caranthir se lo entregó y ella no tardó en deshacerse del empaque y encontrarse con un chocolate perfecto y delicioso. No tardó en desaparecer tras la multitud para comer su amado premio.
Aboki la vio desaparecer y se preguntó si sus hijos serían iguales. Podrían ayudarle con sus tareas y contentarse con sus chocolates. Un sentimiento de añoranza golpeó su pecho, más fuerte que el bronce, más duro que un golpe. Podría quedarse allí, mirando lo que no tenía todo el día, toda la noche, toda la eternidad. Sin embargo, Caranthir le despertó quitándole al pequeño Jarumi de sus brazos.
Aboki parpadeó varias veces y al percatarse de la mirada preocupada de su hermano, intentó romper el hielo.
—¿Ya está en los negocios? —dijo con un deje de tristeza en la voz. Caranthir entrecerró los ojos dispuesto a añadir algo. Era experto en leer sus sentimientos.
—¿No te parece que está muy pequeña? —se adelantó y tragó esa bola de dolor que tenía en la garganta.
—Claro que no —respondió Cara —. Está en la edad perfecta. El negocio se empieza temprano en esta familia.
—¿Y por qué no me he enterado? —preguntó Aboki fingiendo enojo. Su voz ya estaba más sobria. Sin embargo, el dolor seguía atorado en su pecho.
—Ay, hermano —se rio Caranthir —hay muchas cosas que no sabes.
Antes de poder continuar la conversación, la música rompió cualquier palabra. El ritmo llegó flotando invisible a los ojos, pero no al corazón. Llenó de alegría y suavidad a todos. Comerciantes, compradores y caminantes se detuvieron. Fue como si todos se sincronizaran. Cerrando los ojos y abriendo el alma.
El ritmo era diferente al del Reino de la Sombra, más rústico y humano. No había La felicidad era una palabra demasiado vacía para lo que él sentía. Era algo inexplicable que lo mantenía sonriendo y silbando. Sus pies le llevaban por toda la ciudad. Ignorante de todo porque su mundo estaba en los recuerdos. Se imaginaba agudas réplicas a su sarcasmo. Tal vez ese día no había hallado al amor de su vida, pero sin duda había encontrado algo.
De alguna forma el camino le llevó a una plaza. Los pueblerinos se acumulaban haciendo compras de frutas conocidas y artesanías de su reino. Aboki despertó de sus ensueños y distinguió a su hermano. Era fácil, pues era el único pelirrojo entre todos ellos. Su color de pelo delataba su extraño origen. Muchos humanos se preguntaban de dónde provenían esos cabellos rojos como el fuego. Ese era un detalle que con suerte nunca conocerían.
Caranthir estaba agachado frente a algunas cajas. Las otras dos cabecitas rojizas se movían de un lado para otro. La gente ya se había acostumbrado a su presencia y los aceptaba con familiaridad e incluso jugueteaban amablemente con ellos.