La iglesia de Saint Grace se encontraba a las afueras de Sleek Valley, y para llegar sólo era necesario desviarse por la estatal 14, pasar delante del club de tiro de Mike Longo hasta encontrar una rotonda y tomar la primera salida. Aquel domingo cuatro de abril de 1982, uno como otro cualquiera, los feligreses se apelotonaron en la entrada para encontrar el mejor asiento —en primera fila a ser posible— y así no perderse ni el breve suspiro del pastor Jacob Baxter que llevaba dando su misa desde hacía 18 años. El pastor Baxter era aquel hombro en el que llorar, una parcela de bondad en la que uno podía confiar para eximir todos los pecados, y cada uno de sus sermones era escuchado con suma atención:
—Si dejáis de ver la luz de la esperanza y os encontráis en la más profunda oscuridad recordad siempre: Cuando todo esté perdido el señor os hará cantar.
Abigail Baxter estaba sentada junto a su madre, Blanche Baxter que apretaba con fuerza su biblia, regalo de su marido cuando se casaron, con una preciosa inscripción y con el lomo dorado. De reojo, Abigail observó cómo su madre sonreía, cautivada por aquellas palabras que a ella le parecían aburridas y vacías: todos los sermones de su padre le empezaban a sonar repetitivos, igual que aquella canción tan de moda que sonaba sin parar en la radio: «I love rock n' roll. So put another dime in the jukebox, baby». Si sus padres supieran que conocía la canción siquiera, la castigarían tres semanas como mínimo. Abigail estiró su falda con los dedos y se irguió en aquel incómodo banco de iroko y, con disimulo, comprobó su reloj de pulsera. Los domingos siempre contaba las horas para poder abandonar su mundo y adentrarse en otros muy diferentes.
—Hola, mi pequeñín, ¿has echado de menos a mamá?
Blanche tomó en brazos a Bitsy, su perrita Silky Terrier, y continuó hablando con una débil y ridícula voz mientras dejaba que lamiera sus labios. Abigail mostró un atisbo de asco pero sólo porque sabía que su madre no podía verla.
—Mamá, estaré en mi habitación, tengo deberes.
Blanche abrió la nevera y sacó un plato que contenía carne triturada de ternera —de la mejor calidad— y la dejó en el suelo para Bitsy. Sonrió alegre y le dijo a su hija:
—Está bien, cariño, trata de no presionarte demasiado, ¿quieres?
Abigail sonrió y salió de la cocina para llegar a las escaleras. La residencia de los Baxter era una casa de estilo colonial de paredes empapeladas con rosas rojas, paneles de madera exactos a los que cubrían el suelo y muebles recargados de figuras de porcelana. No estaba muy alejada de la iglesia, donde su padre aún se encontraba para preparar la sala contigua para el bingo, o tal vez una sesión de alcohólicos anónimos. Abigail no lo sabía con seguridad. Cuando entró por aquella puerta blanca, cerró y se apoyó en ella, sólo unos segundos en que contempló la luz de la tarde que entraba por las translúcidas cortinas blancas. Después, fue hasta su escritorio donde sacó el libro de historia y pasó las páginas hasta llegar al temario de aquella semana: la guerra de Independencia. Se dio prisa en terminar los ejercicios, y miraba cada poco rato el reloj, en ningún caso se le podía pasar la hora en que él la llamaría. «Si mi madre responde será una catástrofe». Por suerte terminó cuando el reloj marcaba justo las cuatro y cincuenta; Abigail cerró los libros, los dejó en una de las esquinas con cuidado y se cambió de ropa: se puso una camiseta blanca, un peto tejano y unas deportivas Adidas. Después se quitó la diadema y se hizo una trenza que caía sobre su hombro derecho. Sonrió ante el espejo y soltó aire por la nariz.
En la planta de abajo, su madre estaba en el salón, con Bitsy en su regazo, viendo Magnum, mientras comía caramelos de un cuenco de cristal enorme. Abigail se asomó para asegurarse de que estuviera donde debía estar y fue a la cocina para observar el teléfono amarillo que colgaba de la pared, justo al lado de la nevera y de la puerta que daba al jardín trasero. Comprobó de nuevo el reloj y, a las cinco y un minuto, alguien llamó.
—Residencia Baxter —respondió sin dejar que terminara el primer ring.
—Hola, María —saludó Scott Schwartz tras soltar humo de un cigarrillo—. ¿Me esperabas?
—Sabes que sí —contestó retorciendo el cable del teléfono.
Calló cuando escuchó que empezaban los anuncios. Su madre siempre aprovechaba aquella pausa publicitaria para coger algo de comida, ya fuera para ella o para Bitsy. No falló y ésta entró en la cocina:
—Vamos, pequeñín, mamá tiene un poco de hambre.
—¿Hola?
—Sí, lo sé, Violet, el profesor Devine se ha pasado con las tareas de historia.
—¿Violet? —dijo Scott tras reírse— ¿Es mi nuevo nombre?
Abigail carraspeó: para ella era difícil mentir, sobretodo cuando el otro no ponía de su parte.
—Claro, no me importa ayudarte, puedo pasarme por tu casa en media hora...
Su madre cogió un bagel y regresó deprisa al salón sin tan siquiera mirarla. Abigail escuchó como Scott soltaba humo de su cigarrillo y le dijo: