La hija del pastor

2. Back in Black

Scott Schwartz colgó el auricular al mismo tiempo que apagaba su cigarrillo Camel contra el asfalto y con ayuda de su pie. Estiró los brazos hasta bostezar y después regresó a su coche, un Chevrolet Camaro que se compró el verano pasado gracias a los ahorros de su Bar Mitzvah y al dinero que ganó haciendo algunos trabajos para la señora Rubenstein en su tienda de antigüedades. Lo primero que hizo fue poner la radio y girar el dial hasta encontrar algo bueno. Sonrió cuando reconoció los acordes de Back In Black de AC/DC, se ajustó las gafas de sol y arrancó el motor:

Yes, I'm let loose. From the noose.

Salió del aparcamiento del Kentucky Fried Chicken hasta tomar la carretera principal que le llevaría a su destino. A Scott Schwartz no le gustaba Sleek Valley, le parecía demasiado alegre, con sus habitantes que se conocían entre sí, siempre con una sonrisa de oreja a oreja, como en esas postales ilustradas que le mandaban sus abuelos cuando se iban de vacaciones. Echaba de menos vivir en Nueva York donde pasó toda su vida, pero tuvieron que trasladarse a un ambiente más puro y limpio por la enfermedad de su hermano pequeño. Y sí, era cierto que había mejorado pero eso no le hizo cambiar de parecer sobre aquel lugar. Paró para repostar, comprar algo de beber y hacer tiempo, porque sabía que Abigail llegaría tarde. Recorrió el pasillo hasta llegar a las neveras y enseguida reconoció la estúpida voz de Jesse Mcdowell: 

—El otro día estuve con Candance Fitzgerald y no veas que tetas tiene. 

—¿Te dejó tocar? —dijo Martin Coleman.

—Claro, joder —respondió el otro.

Scott puso los ojos en blancos mientras abría la nevera hasta dar con una lata de Dr. Pepper. Pensó en Abigail, así que cogió otra.  Al girar la esquina se los cruzó:

—Vaya, mira a quién tenemos aquí. ¿Qué pasa, judío? —dijo Jesse.

Scott elevó una ceja y lo miró de arriba a abajo: llevaba la chaqueta del equipo de fútbol del instituto Sleek, que era verde y blanca y tenía bordado un oso en la solapa. Sin dejar de caminar, trató de hacerse hueco, pero estaba claro que ellos no iban a dejarlo pasar.

—Aparta, Mcdowell.

—¿O qué? —preguntó.

—O voy a tener que partirte esa cara de capullo que tienes.

Jesse lo miró a través de sus ojos azules y hizo un breve movimiento para empujarlo pero el propietario de la tienda, un señor mayor, de ojos acuosos y vivos, los interrumpió:

—¡Eh! ¿Se puede saber qué pasa ahí?

—Nada, señor Washington, ya nos íbamos —dijo Martin con la mano en el hombro de su amigo.

Scott sonrió con la cabeza ladeada y añadió:

—Sí, lo mejor es que os larguéis de aquí. 

—Espera a qué te encuentre a solas, Schwartz —dijo Jesse.

—Uys, sí, estoy cagado de miedo.

Después de un par de miradas llenas de odio, los dos chicos salieron de la tienda. Scott negó con la cabeza. No importaba si lo encontraba a solas, Jesse era como esos enormes perros guardianes que, a la hora de la verdad, sólo ladran estridentemente. Dejó las latas en el mostrador y se acodó en el mismo a la espera que el señor Washington llegase a su puesto.

—No deberías meterte con ellos —le dijo—. Ellos pueden contigo.

—Eso es lo que usted cree, viejo. Póngame también un paquete de Camel, ¿quiere?

—Esos siempre están en líos, tú pareces un buen chico, mejor quédate al margen.

«¿Buen chico?», pensó sacando la cartera de su bolsillo trasero. No respondió y sólo asintió a las palabras del viejo Washington. Cuando pagó y regresó a su coche, vio como Jesse y Martin salían del aparcamiento subidos en un Mustang rojo, mientras le hacían la peineta y se reían. Scott le mostró el dedo corazón hasta que los perdió de vista. 

—¡Joder! 

Dijo cuando llegó a su coche y vio que habían volcado batido de chocolate sobre el parabrisas. Odiaba a Jesse McDowell desde que pisó aquel instituto y vio cómo se metían con otro chico, Carl Draper. No soportaba a los abusones y por defenderlo se llevó un ojo morado y una bronca de su padre cuando lo vio. Pero Scott Schwartz no hubiera permitido que se fueran de rositas y además, gracias a aquel acto ganó a un amigo. Subió a su vehiculo, encendió el limpiacristales hasta que más o menos quedó limpio. Después continuó su camino hasta Paradise Point. 

Esperó durante diez minutos, apoyado en su capó, hasta que Abigail Baxter apareció con su bicicleta. La estacionó cerca. Scott sonrió unos instantes.

—Maria, llegas tarde.

—Estoy a más de una milla —le respondió.

—Te he dicho mil veces que puedo recogerte. 

Ella negó con la cabeza y dijo solemne:

—Si mis padres te vieran me castigarían hasta 1990.




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