La hija del pastor

4. Te convertiré en un humanoide

Scott arrugó el ceño cuando el reloj sonó a las siete y media. Se incorporó y lo apagó de un golpe seco. Se quedó unos segundos tratando de separar lo onírico de lo real. No recordaba el sueño pero sí sabía que había soñado con Abigail Baxter. Bostezó mientras estiraba sus extremidades y fue directo al cuarto de baño.

Cuando bajó, su familia ya estaba en la cocina desayunando: su madre, Judith, servía el café, mientras que su hermano, Sean y su padre, Jared, estaban sentados en la mesa. 

—Buenos días, cariño —le dijo su madre.

Como respuesta hizo un sonido gutural, despeinó a su hermano de diez años que sonrió ampliamente, y vertió los Froot Loops en un cuenco.

Su padre elevó la vista del periódico unos instantes y lo observó de arriba a abajo; él estaba vestido con su elegante traje negro y repeinado; enseguida le llegó el fuerte tufo a colonia que Scott odiaba. Jared Schwartz era un prestigioso abogado con su propio bufete:

—¿Vas a ir así?

Scott se encogió de hombros y se echó hacia atrás en la silla mientras masticaba: llevaba una camiseta negra y unos vaqueros un poco rotos.

—¿Qué pasa? ¿Pretendes que me vista igual que tú?

—Ya tienes dieciséis no estaría mal que vistieras decente.

—Cariño, ¿quieres unas tostadas? —intervino su madre.

—No, gracias, mamá, con esto es suficiente.

—¿Como fue ayer, Scott? —le preguntó Sean. 

Su hermano no podía salir de casa debido a su asma, ni siquiera a la escuela, sus padres no querían arriesgarse a que sufriera una crisis respiratoria y no supieran cómo ayudarle, por eso estudiaba en casa. Su madre era su tutora. Scott sentía pena por perderse tanto por eso así que cada cosa que le pasaba se la explicaba como una aventura épica —algunas cosas las contaba cuando sus padres no estaban—. Scott le guiñó el ojo y terminó de comer:

—Después, colega, sino llegaré tarde.

Sean asintió seguro y le chocó los cinco cuando le mostró la palma de la mano. Le dio un beso en la mejilla de su madre, y dejó el cuenco en el fregadero. A su padre no le miró.

 

 

 

 

El instituto de Sleek Valley era un edificio de tres plantas, con su propio campo de fútbol americano —el equipo ganaba casi todos los años—, uno como cualquier otro, o por lo menos es lo pensaba Scott siempre que llegaba allí. Aparcó su Camaro negro y se encaminó entre el resto de estudiantes, que charlaban animados y decían cosas como: «¿Viste el programa de anoche?» o «Fuimos al cine y la película fue una pasada». Scott se ajustó la mochila a su hombro y las gafas de sol en su nariz y anduvo deprisa entre el tumulto de gente. 

—Buenos días, Carl —le dijo a su compañero cuando se lo encontró en las taquillas.

Carl Draper se ajustó sus enormes gafas con su dedo índice y sonrió mostrando sus braquets.

—Buenos días, Scott, ¿qué tal el fin de semana?

Psst, aburrido. ¿Y el tuyo?

—Ha sido genial, mis padres y yo fuimos al museo de historia natural de Sommerville, ¿has estado...?

Scott estuvo a punto de decirle que no, que los museos no le interesaban en absoluto, pero sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando vio a Abigail Baxter en la lejanía: iba con sus amigas, con su habitual diadema, abrazada a sus libros bajo una sonrisa dulce, de esas que transmiten un: «Todo irá bien». Cuando pasó por su lado, ella lo observó un instante, pero después apartó la mirada y paró atención en una de sus amigas:

—¿Nos vemos en gimnasia? —le decía.

Scott la vio perderse por el pasillo y cerró la taquilla con fuerza. Nunca lo habían hablado, pero para el resto del mundo, él y Abigail no eran más que meros desconocidos y en ningún caso querían que nadie supiera que se veían fuera del instituto.

—¿Scott? —dijo Carl— ¿Estás bien?

Salió de su ensoñación y le dijo que sí tras golpear su hombro:

—Claro, ¿me lo cuentas a la hora de comer?

Cuando entró en la clase de la profesora Mazer, que daba matemáticas, trató de no mirar a Abigail que ya estaba sentada, muy recta en su asiento, con los libros preparados sobre el pupitre, pero no pudo evitarlo y la observó unos instantes. Se sentó justo detrás y se apoyó lo más cerca que pudo de ella. Ella se movió inquieta en su asiento. A Scott le gustaba ponerla nerviosa, aunque también le daban muchas ganas de hablarle cuando tenía ocasión, para comentarle cosas sobre videojuegos. A Carl Draper sólo le gustaba hablar de cómics y de piedras.

—Buenos días a todos —dijo la profesora Millie Mazer cuando entró—. Bien, hoy seguiremos con los vectores…

Scott observó la espalda de Abigail y el cabello lacio que caía por ella. Él jamás confesaría que le gustaba alguien así, tan buena e inocente, por supuesto que no, aún así… De repente, mientras la profesora dibujaba en la pizarra, Abigail dejó caer una nota doblada en su mesa, y él se aseguró que nadie la viese, cogiéndola al vuelo. Se puso recto, miró de hito a hito y desplegó la nota: «Si te acercas tanto al final te convertiré en un humanoide». Sonrió como un idiota y negó con la cabeza.




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