Abigail cerró los ojos y exhaló cuando la señora Rogers preguntó por su madre:
—Están en la boda de Peter y Sarah —respondió.
—Oh, es verdad, ¿le dirás que he llamado, cielo? Es sobre la partida de bridge de mañana.
Le dijo que por supuesto y después colgó. Scott entró en la cocina sin decir nada. Scott Schwartz iba a besarla, algo que Abigail quería que pasara desde hacía semanas. Desde que le quitó la sal de sus labios en el autocine. O quizás antes, desde que en las recreativas la abrazó por detrás para guiarla en el Q-bert. Abigail no lo sabía con seguridad, sólo tenía claro que buscaba que lo hiciera. Y Brittany Rogers lo había estropeado. O quizás fue su culpa por salir corriendo así, pero iba a ser su primer beso, y, por muchas revistas que leyera no tenía claro qué hacer. Su amiga Rachel también le había dado algún consejo al respecto, pero se quedó en blanco cuando él la tocó.
—Voy a cambiarme, bajo enseguida —murmuró.
Abigail le mintió en cierta manera. Sí, era cierto que temía que su padre la castigara. Pero no tenía claro cómo reaccionaría porque jamás había roto las normas. Sólo recordaba a su padre enfadado con ella, y fue porque se perdió en la feria de agricultura del condado; le soltó la mano y corrió para ver a unas ovejas detrás de unas vallas. Tenía cuatro años, y no fue consciente de haberse perdido hasta que su padre la encontró. Le gritó y ella lloró durante todo el trayecto de vuelta a casa. Por lo demás, el pastor Baxter era una persona comprensiva que casi nunca perdía los estribos, y siempre tenía palabras llenas de perdón para todo el mundo. Abigail no sabía si con ella también las tendría.
El Paradise Point estaba más lleno de lo habitual. Scott y ella se hicieron hueco entre la multitud hasta llegar al dueño y avisar de que habían llegado. Abigail trató de cambiar el ambiente en el coche, hablando de cosas sin importancia, como la escuela. Scott respondió seco, y en monosílabos y eso a Abigail la confundió.
—¿Y si fallo y no consigo ningún punto?
Scott se cruzó de brazos y sonrió:
—María, sólo tienes que hacer lo de todos los domingos. Imagina que estamos, ya sabes, solos tú y yo, jugando.
—Eso me pone más nerviosa aún.
Enseguida se arrepintió por usar unas palabras tan directas y trató de quitarle hierro al asunto.
—Lo siento, es que estas cosas me ponen histérica, quiero ganar.
—Oye, pero que si no ganamos no pasa nada.
—Pero quiero que ganes la videoconsola… No sabía que tenías un hermano. ¿Es más pequeño que tú?
—Sí.
—¿Va a la escuela?
—No.
Volvía estar cortante. Aún así Abigail le preguntó:
—La videoconsola es para él, ¿verdad?
Scott apretó la mandíbula y le lanzó una mirada que decía: «¿Cómo lo sabes?» Para Abigail fue fácil de deducir con la información que tenía.
—No quiero hablar de eso —respondió Scott.
Abigail asintió y dijo, casi en un susurro:
—Vale.
Scott le puso una mano en el hombro para que la mirara y le comentó:
—Oye, te lo contaré, te lo prometo. Pero no ahora. Ahora necesito concentrarme.
Abigail asintió y le regaló una sonrisa.
—¡Bienvenidos al primer torneo de videojuegos del Paradise Point!
El dueño, el señor Morrison, gritó demasiado alto a través micrófono y provocó un agudo e incesante pitido que se extendió por toda la sala. Abigail se tapó los oídos con los dedos. Los demás se quejaron, no tenía sentido que usara un micrófono en un espacio tan estrecho. Pero él insistió, por lo que tuvieron que esperar a que solucionara el problema técnico; fue gracias a Scott después de perder la paciencia:
—Aparta, viejo, yo lo haré.
A Daniel no le hizo mucha gracia que lo llamara viejo, pero se apartó y dejó que lo arreglara. Después, el dueño presentó a los equipos: Scott Schwartz y Abigail Baxter, los gemelos Hughes, dos rubios llamados Ted y Leo respectivamente, y Ryan Pitt y Jack Hedlund, dos chicos que solían frecuentar el lugar, enemigos efímeros de Scott, ya que en realidad, se llevaban muy bien y cuando discutían terminaban teniendo una charla amigable hasta el día siguiente, que volvían a odiarse.
—Bien, las reglas son sencillas: hay tres fases, el equipo que sume más puntos, será el campeón.
—¡Scott! —bramó Jack Hedlund—. ¿Por qué no te vas largando para no hacernos perder el tiempo contando la mierda de puntos que sacaréis?
Scott le hizo una peineta con una sonrisa sardónica. La pelea no tenía sentido porque los dos chicos sabían que los últimos serían los hermanos Hughes, unos niños de doce años, que sólo pasaban allí dos horas los domingos, mientras su padre bebía en un bar cercano. Conocían su nivel, aún así les encantaba picarse. Abigail sonrió ante la escena.