La hija del pastor

10. Sobre el tejado

Cuando Scott vio la cara de asustada que puso Abigail la soltó enseguida y miró en dirección de la voz: era Jacob Baxter, el pastor de la iglesia. Aunque Scott no lo conocía en persona, dedujo que era él cuando vio el alzacuellos sobre su  camisa de franela. Le lanzó una mirada a Scott, una de esas que uno no olvida, llena de odio, y entonces supo que lo tenía todo perdido. Abigail se aproximó a su padre y, sin mediar palabra, se marcharon. A Scott se le rompió un poco el alma y se quedó cabizbajo incluso cuando le dieron el premio. 

 

 

Se encendió un cigarrillo apoyado en el capó de su coche. Había ganado pero se sentía un auténtico perdedor.

—Eh, Scott, tío.

Ryan Pitt y Jack Hedlund se acercaron a él.

—¿Es tu novia? —preguntó el segundo.

Scott los miró pero no dijo nada. 

—Tío, la hija de un cura, ya te vale —dijo Ryan—. Mira que hay tías.

—Bueno, si le gusta esa, ¿qué pasa? —espetó Jack.

—Pues, tío, también es verdad. Es bastante guapa.

Scott tiró la colilla contra el asfalto y habló por primera vez:

—Tíos, si tenéis razón, pero da lo mismo, no vendrá más por aquí.

Después golpeó sendas espaldas y subió a su coche. Antes de arrancar le dieron la enhorabuena por la victoria y que esperaban una revancha.

«¿Con quién voy a participar?». Scott supo que no la vería más, por lo menos fuera de la escuela. E incluso allí dudaba que Abigail regresara a la biblioteca para estar solos. Puso AC/DC con el volumen al máximo mientras conducía por la interestatal 12. No era el camino a casa, pero comprobó el depósito y vio que tenía unas dos horas antes de parar a repostar. Esperaba no hacerlo, estaba sin un centavo. Pero necesitaba alejarse, no quería volver a casa —aunque se moría de ganas de ver la cara de Sean cuando le diera la videoconsola—, así que sólo condujo sin rumbo prefijado. Cuando se descuidó y dieron las diez, se dio cuenta de que había aparcado delante de la casa de Abigail Baxter.

Paró la música y el motor. «¿Qué puñetas haces aquí?». La calle estaba silenciosa, y no había ni un alma. Scott bajó del coche y fue por el jardín lateral, que daba a la ventana de Abigail. Vio la luz encendida. Analizó la casa y se fijó en que podía escalar a través de la tubería. Aunque a Scott no le gustaba correr, era muy ágil a la hora de escalar donde fuera. Su padre siempre se enfurecía cuando, de pequeño, subía a cualquier árbol de Central Park, sólo para demostrar que podía. Cuando llegó arriba, alargó el brazo hasta que tocó el tejado y se aupó con los dos brazos. Las cortinas no estaban echadas, y no tardó en verla, de rodillas, apoyada en la cama mientras rezaba. Con cuidado de no hacer ruido se acercó un poco más y, cuando se aseguró de que estaba sola, golpeó despacio los nudillos contra el cristal. Abigail se dio la vuelta, se puso de pie, miró de un lado a otro y, deprisa, abrió la ventana:

—¿Qué haces aquí? —susurró.

—¿Estás bien?

Abigail se encogió de hombros y se mordió el labio:

—Tengo prohibido volver a las recreativas. Mi padre opina que los videojuegos los trae el diablo y que son violentos.

Scott se aguantó las ganas de reírse.  

—Lo siento, pero tienes que hacerle entrar en razón, no hay nada diabólico ni violento. Excepto en La Matanza de Texas. Ese juego no debería de conocerlo.

—Eso le he dicho pero ha sido inútil.

Se quedaron en silencio un rato, hasta que Scott dijo:

—Siento lo de tu viejo. Y… gracias por… gracias por haberte arriesgado y participar conmigo, sin ti no lo hubiera conseguido. 

Abigail sonrió despacio y asintió tras soltar aire por la nariz. 

—También me ha prohibido verte.

Scott ya se lo había imaginado, sobretodo por la mirada del pastor Baxter, de esas que mantienen una sensación de resquemor horas después. Pero aún así le dolió escucharlo.

—Ha sido un placer conocerte, Scott.

«No, no, esto no puede ser una despedida».

—Igualmente, María.

Scott quiso darse la vuelta para bajar e irse. Pero no lo hizo y se quedó en la misma posición. Igual que Abigail que sostenía los marcos de la ventana para cerrarla pero no lo hacía. De repente un perro empezó a ladrar. Vino del interior de la casa, posiblemente de la planta baja, era un ladrido estridente a más no poder. Scott se acordó del perro que tenía su vecina, un Bulldog que ladraba cada vez que pasaba un coche. Y vivían en Nueva York. Era insoportable. 

—Abby —dijo Scott. Era la primera vez que la llamaba así—. ¿De verdad no podremos vernos más?

Abigail soltó los marcos y se abrazó a sí misma, con unos ojos repletos de tristeza, que decían: «No, no vamos a vernos más».

«Quizás sea lo mejor», debería de haber dicho Scott, bajar, ir a su coche y regresar a casa. Pero en cambio, negó con la cabeza.

—¿Tú quieres eso? Porque yo no.




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