El calor llegó a Sleek Valley a mediados de mayo, y lo hizo de forma abrumadora, dejando atrás las hojas de otoño y las chaquetas de punto de un día para el otro, sin que nadie estuviera preparado para ello.
—Esta es una de mis partes favoritas —dijo Abigail señalando un párrafo con el dedo—. Cuando Holden miente a esa mujer en el tren.
—¿Por qué? —preguntó Scott.
Estaban en la biblioteca, sentados en el suelo, en la sección de actualidad, un lugar donde nunca pasaba nadie, porque las revistas y periódicos eran de los años setenta. A la señora Mountain, la bibliotecaria, le importaba un pimiento, y para ella, la actualidad era conocer los trapos sucios de todo aquel que pisara el instituto de Sleek Valley. Gracias a eso, Scott y Abigail podían estar solos las horas libres que encontraban entre clase y clase. Abigail, con la cabeza apoyada en su hombro, no apartó el dedo de la página 55 de «El Guardián entre el Centeno».
—Porque se sincera al confesar que es un mentiroso —citó Abigail—: «Entonces fue cuando de verdad empecé a meter bolas».
Scott la miró y preguntó:
—¿Para ti es fácil? Mentir, quiero decir.
Abigail se apartó y miró la hora de su reloj de pulsera.
—Me voy ya, tengo reunión del consejo estudiantil; estamos organizando el baile de fin de curso.
Se levantó, se puso la mochila en su hombro y besó sus labios.
—Me apuesto lo que quieras a que el tema de este año será: «Misterios del océano», o alguna idiotez así.
—Yo apuesto por: «Sueño de una noche de verano» —dijo Scott.
Abigail le sonrió y volvió a besarle antes de desaparecer.
Scott entendió que Abigail no quería hablar de lo buena mentirosa que era; siempre encontraba excusas para ir a verlo y nadie dudaba jamás de su palabra.
Cómo hacerlo, era la hija del Pastor.
Scott se quedó unos minutos más, hasta que decidió saltarse la última clase de Historia con la profesora Green e ir a las recreativas. Antes de ir a su coche, recordó que su mochila seguía en las taquillas de los vestuarios, así que se desvió. Fuera, en el pasillo, algunos chicos con el uniforme de entrenamiento y los cascos en la mano estaban parados, sin saber qué hacer.
—¿Qué pasa? —le preguntó Scott al primero que vio, Terence Winders con quien coincidía en clase de matemáticas.
—Será mejor que no entres —le respondió.
Scott se encogió de hombros y, de un manotazo, abrió la puerta. Él nunca hacía caso de las advertencias. Si Scott se encontrara delante de un botón rojo con un enorme cartel que dijera: «No tocar», lo primero que haría sería pulsarlo. Era así, su padre siempre se lo recriminaba: «Piensa antes de actual, tarugo».
Scott encontró el lugar silencioso y extraño: las mochilas de los jugadores del equipo estaban en los bancos y en el suelo, medio abiertas, como si hubiera habido una evacuación. Scott no le dio importancia y fue a por su mochila, pero paró en seco cuando escuchó unas risas. Después reconoció a Jesse Mcdowell:
—Vamos, bébetelo, gordo.
—P-p-por f-favor, d-d-dejadme...
Estallaron unas carcajadas que se ampliaron por el eco de las baldosas de las duchas. Scott se dirigió hacía allí enseguida.
—¡Eh! —bramó cuando apartó la cortina de plástico.
En el suelo, bajo una de las duchas, se encontraba un chico gordo que Scott no conocía de nada: estaba completamente desnudo, empapado y lloraba a moco tendido. Lo rodeaban Jesse Mcdowell y su pandilla, Jerry Banksy y Martin Coleman. Los tres se estaban meado encima de él.
—Qué cojones…
Jesse lo miró de reojo, se la sacudió y se subió los pantalones. A Scott nunca le había dado tanto asco nada en su vida.
—Lárgate, Scott.
—Putos gilipollas. Dejadlo en paz —consiguió decir.
Jesse llegó hasta él y lo placó con su hombro derecho y le golpeó el pecho.
—No te metas y lárgate.
Scott sintió mucha rabia en aquel momento. No entendía porque le hacían eso a aquel chico, ni tampoco porque ese chico no hacía nada para defenderse. Scott le devolvió el empujón y volvió a mirar la escena. El chico continuaba llorando, se cubría la cara con las manos, avergonzado. Los dos gorilas de Jesse, lo dejaron allí y se acercaron a Scott, lo agarraron, uno a cada brazo con tal de aprisionarle. Scott trató de escaparse pero fue imposible; quien se escapó fue el chico gordo. Salió disparado.
—Te he dicho que no te metieras, judío —murmuró Jesse cerca de su cara.
—Soltadme.
—Vamos, ¿quieres que te hagamos lo mismo? —Jesse se acercó más.
Entonces le dio un puñetazo en medio del estómago. A Scott le faltó el aire, pero trató de parecer lo menos afectado posible.
—He dicho que me soltéis.