La hija del pastor

15. Un banco cualquiera

El fin de semana antes de los exámenes finales, los padres de Abigail se fueron a Melrose Valley, un retiro cristiano donde daban terapia de pareja. Los Baxter siempre presumían de que los cimientos de su relación eran tan estables que ni tan siquiera el huracán Dennis podría tirarlo abajo. A Blanche le encantaba que todos los demás lo supieran, e iba de un lado al otro dando consejos, en especial a los recién casados.

—Cariño, he dejado dinero en el congelador —dijo Blanche rebuscando en su bolso—. Junto al pastel de carne.

—¿Y si el ladrón tiene hambre y encuentra el dinero? —preguntó Abigail.

Su madre la miró con expresión asustada:

—¡Abby! No digas eso ni en broma, ¿quieres?

Su padre se rió y besó la mejilla de su hija.

—Dime, ¿estarás bien?

—Sí, papá, estaré bien. Tengo pastel de carne y unos cuantos dólares helados. ¿Qué podría salir mal? —Su padre la miró con la cabeza ladeada—. Tranquilo, papá, estaré estudiando, aquí o en la biblioteca.

Una bocina sonó en el exterior y su madre lo apremió:

—Vamos, vamos, los Berne nos esperan.

—Adiós, Abby.

Jacob la abrazó, besó su frente y los tres salieron; Bitsy, por supuesto, que iba con ellos. A Abigail la idea le encantó, no le apetecía tener que hacer de canguro de un perro tan dependiente. Soltó aire por la nariz y comprobó la hora: las ocho y cinco, por lo que aprovecharía el tiempo lo máximo posible: recogió la cocina, subió a su habitación, tomó los apuntes de Lengua y Matemáticas y bajó al salón para estirarse en el sofá. Ese era su plan básicamente para aquel sábado. Estudiar, estudiar y estudiar. Los finales estaban cerca y no quería fallar. Al cabo de un rato, el teléfono de casa sonó. Abigail lo tomó desde la mesita:

—Residencia Baxter.

Hola, buenos días.

Abigail sonrió cuando reconoció la adormilada voz de Scott Schwartz y miró el reloj de cuco colgado en la pared.

—Vaya, ¿eres tú de verdad? Apenas son las nueve, que madrugador.

Scott carraspeó:

Mira, es que hoy he pensado en hacer una excepción.  ¿Se han ido ya?

—Sí, hace un rato. 

¿Te paso a buscar en media hora?

—Scott, tengo que estudiar.

Necesitas relajarte y he planeado el día perfecto.

—¿Para ir adónde?

Es sorpresa.

Abigail enredó el cable del teléfono entre sus dedos y suspiró:

—Vale, pero me llevo los apuntes.

Si te llevas los apuntes los tiraré al East River.

—Dios mío, ¿vamos a Nueva York?

Scott chasqueó la lengua:

Se me dan fatal las sorpresas.

Abigail pegó un grito y apretó el teléfono, emocionada:

—Estaré lista en quince minutos.

 —Perfecto. Eh, espera, no cuelgues.

—¿Qué?

Nada de apuntes, ¿vale?

—Valee. Nos vemos ahora.

 

 

 

Scott esperó a Abigail Baxter dos calles debajo de su casa, en la calle San Paul, sentado en su coche, con la vista perdida entre la hierba y las flores de los parterres. No tenía la radio encendida porque le apetecía escuchar el tranquilo trinar de las aves. Se encendió un cigarrillo y sacó el brazo por la ventana. Al hacerlo vio a Abigail por el retrovisor. Sonrió y salió del vehículo.

—¿Y esa mochila? 

Abigail se encogió de hombros y lo dejó en los asientos de atrás.

—Es que nunca he ido a Nueva York y quiero estar preparada.

Scott sonrió mientras daba una calada:

—Nueva York está a una hora de aquí, no nos vamos a la India ni nada así.

Abigail frunció el ceño y lo ignoró. Ambos subieron al coche.

—Puaj, aquí huele fatal —dijo Abigail con cara de asco—. ¿Qué esa peste?

—Ah, sí, Sean potó el otro día en el asiento de atrás. Nos pusimos morados de helado y se mareó. Pero no es para tanto, ¿no?

Abigail se tapó la nariz.

—Estarás acostumbrado, pero es horrible.

—Oye, pero mira, compré un ambientador de pino —dijo Scott—. Digo que algo hará.

Abigail se quedó seria unos instantes, hasta que arrancó a reír. Scott se sintió como Lenny Bruce. Ella se rió más y no paró hasta contagiarlo a él. Cuando se calmaron, Scott pudo arrancar el coche.

 

 

Scott solía pasar de vez en cuándo por Nueva York  porque casi toda la familia vivía cerca, pero no había vuelto a visitarlo como cuando vivía allí. Estaba muy contento por poder regresar con Abigail pero lo que quería principalmente es que ella lo pasara bien.  Abigail le contó los lugares que quería visitar: la Biblioteca pública, la tienda de Tiffany’s y comer un perrito caliente de un puesto callejero. Scott no lo dijo pero agradeció que sus planes fueran tan humildes, ya que estaba un poco falto de recursos, sólo le quedaban veinte dólares que le dio su abuela la última vez que la visitó. Necesitaba un trabajo. 




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