A eso de las once, Abigail y Scott entraron en la biblioteca pública de Nueva York. Scott había estado muchas veces, y la conocía como la palma de su mano, aún así, escuchó con atención las explicaciones de su amada:
—Los leones se llaman Patience y Fortitude, el nombre se los puso el alcalde Fiorello durante la gran depresión —explicó—. Me lo contó el señor Cooper.
Después, recorrieron el interior en silencio y cogidos de la mano. Abigail sonreía y señalaba casi todo, desde las lámparas, los altos techos y los libros. Scott no pudo evitar apartarla tras unos estantes para darle un beso.
Una hora después, salieron y se pararon en un puesto de perritos calientes en la quinta avenida:
—Yo invito —dijo Abigail.
—Muchas gracias —dijo Scott—. Buen señor, dos con todo.
—¿Todo? —preguntó Abigail.
—Oye, sino no es un auténtico perrito caliente, confía en mí.
Después anduvieron hasta la tienda de Tiffany’s dónde Abigail se acercó todo lo que pudo al escaparate para ver todas las joyas. Scott no entendía porque a algunas chicas les gustaba esa clase de cosas. De repente, Scott se quedó un poco triste al imaginarse que alguien, algún día, le regalaría a Abigail un anillo de diamantes. «Será un tío trajeado, de esos que parecen tener un palo en el culo y que trabaja en finanzas».
—¿Estás bien? —le preguntó Abigail.
Scott carraspeó y frunció el ceño:
—Sí, claro… estoy bien. ¿Sabes? No he visto Desayuno con Diamantes —comentó para cambiar de tema.
Empezaron a caminar hacía la boca del metro, mientras Abigail explicaba que era una de sus películas favoritas, pero que prefería el libro, porque allí, Holly termina tomando las riendas de su vida ella sola.
Abigail acababa de acostumbrarse a ir de la mano con Scott; le pareció sumamente extraño cuando pasó en la biblioteca, tanto, que no supo cómo ponerse y mantuvo el brazo en tensión antes de poder relajarse. Era la primera vez que podía caminar con él, besarlo, sin esconderse de nadie. Le hacía feliz e infeliz al mismo tiempo, porque nada de eso era permanente.
—Hemos llegado —dijo Scott—. La mejor tienda de discos de Nueva York.
Ambos entraron y Abigail se quedó sorprendida por la variedad de gente: con toda clase de peinados multicolor y ropa estrambótica, algo que a nadie parecía importarle, impensable en Sleek Valley. Entendió mejor porque Scott añoraba Nueva York.
—Solía venir todos los sábados para comprar la Rolling Stone y escuchar algún disco por la gorra.
—Schwartz, ¡cuánto tiempo!
Un chico pelirrojo y casi rapado al cero le chocó la mano.
—Tyler, me alegra verte. Pero, eh, tío, te has quedado calvo. ¿Nadie te lo ha dicho?
El tal Tyler se rió fuerte y pasó la mano por su calva:
—¿No te mola? Así estoy más acorde con el ambiente. Trabajo aquí, ¿sabes?
—Claro, te queda genial. Guay, que trabajes aquí. Eh, deja que te presente a alguien. Ella es Abigail Baxter. Abby, este es Tyler Hill, íbamos al mismo instituto.
—Un placer conocerte. Vaya, ¿regresas a Nueva York con novia? Ya verás cuando se enteren las chicas.
Abigail frunció el ceño y Tyler continuó:
—Las tenía a todas locas. Cuando fundó el club de fotografía, se apuntaron en manada.
—Que va, colega. ¿Tienes algún cassette pirata?
—Sí, una batalla de rap brutal.
Ambos siguieron al chico por la tienda hasta el mostrador. Abigail se acodó en el mismo y observó los objetos tras el cristal.
—Busy contra Kool Moe Dee. La gente asegura que fue a-lu-ci-nan-te.
—¿Cuánto? —preguntó Scott.
—Cincuenta pavos.
—¿Qué? ¡Estás loco!
—Te he dicho que es muy bueno. Apenas hay copias.
—Tyler —Scott se aproximó más a él—. ¿Tengo pinta de tener cincuenta dólares?
El dependiente volvió a guardar el cassette en un cajón que cerró con llave.
—Saluda a los compañeros de mi parte —dijo Scott—. Pero sólo a los que me caían bien, ya sabes.
Tyler sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Club de fotografía?
Preguntó Abigail cuando se alejaron.
—Nada, era una tontería. ¿Conoces a Led Zeppelin?
Abigail negó con la cabeza.
—Son geniales ya verás.
Scott la llevó hasta el fondo de la tienda, entre la gente, hasta que llegaron a unos auriculares conectados a un tocadiscos. Scott se los puso a Abigail y después recorrió los discos del estante deprisa:
—Aquí está: Stairway to heaven.