Scott golpeó la máquina de Defender con fuerza cuando perdió la partida y sólo consiguió 10502 puntos. Estaba espeso aquella tarde.
—¡Buu! —bramó Ryan a su espalda—. Parece que has perdido facultades, Schwartz.
Scott le enseñó el dedo corazón y se apartó de la máquina.
—Eh, salgamos fuera, Jack nos espera.
Scott comprendió el mensaje y lo siguió hasta la salida.
—Este sitio está muerto, ¿no? —espetó Ryan cuando se encontraron con Jack en el aparcamiento, apoyado en su Ford Galaxy.
—Sí, es por el baile —mencionó Scott mientras le daba unas caladas al porro de marihuana que le pasó su amigo—. Estarán todos allí.
—¿Y tú por qué no has ido, eh? —preguntó Ryan—. ¿Y tu novia?
—Habrá ido con otro —dijo Jack—. Es normal.
—No es eso, capullos. Es que nadie sabe que salimos.
—¿Entonces tu novia no ha ido? —preguntó Ryan con sonra.
—Sí, ha ido, pero sola.
Los dos amigos se empezaron a reír y a decir cosas como: «Seguro que alguien te la levanta» o:
—¿Cómo dejas que tu novia vaya sola?
—A ella le parece bien, a las nueve nos reunimos aquí —dijo Scott—. Y no le van estas cosas.
—A ver, a ver —Ryan dio unos pasos a él—. A todas las chicas les flipa los bailes de graduación. Y las bodas. Todas esas mierdas.
—Es cierto, mi hermana se vuelve loca, se pasea por todas las tiendas para encontrar el vestido perfecto.
—Sí, sí, es que es general —comentó Ryan—. Creo que la culpa la tiene Disney, crea falsas expectativas.
—Es verdad, es verdad, los príncipes azules no existen. Existimos nosotros.
—A ver, monos, no os vayáis por las ramas, ¿qué queréis que haga? Nadie puede saber que es mi novia, y, si me presento allí, y, no sé, bailo o hablo con ella, la gente sospecharía.
Sus amigos se pusieron las manos en la barbilla como haría El Pensador de Rodin y se quedaron serios. Scott rodó los ojos y se apoyó también en el coche. Claro que le sabía mal no estar allí con ella, pero, ¿qué otra cosa podría hacer? «No puedo estar y no estar al mismo tiempo».
—O sí —dijo Scott—. Eh, tíos, estoy sin gasolina, ¿me lleváis a mi instituto?
—Así se habla, joder —dijo Jack golpeando su espalda con fuerza—. Subid, tenemos una misión que cumplir.
Abigail Baxter no tenía nada más que hacer: las sillas y las mesas estaban donde tenían que estar, el DJ pinchaba sin problemas de sonido, el ponche estaba servido y los alumnos bailaban sin parar. Pero sólo eran las ocho y media y aún tenía que esperar a que fueran poco más de las nueve. Entonces se iría, justo después del anuncio del Rey y la Reina del baile, a Steve Lee y a Madison Williams concretamente. Eran de último curso y llevaban juntos desde el jardín de infancia. Ellos siempre ganaban y Abigail creía que se lo merecían.
—Ay, Abby, Abby —dijo su amiga Rachel que se dejó caer en la silla—. Me lo estoy pasando genial, pero estoy agotada.
—¿Y tu cita? —preguntó ella mirando su reloj de pulsera.
—Ha ido al baño. John es genial, creo que es el hombre de mi vida.
Abigail se rió porque su amiga se enamoraba de uno distinto de un mes para otro.
—¿Abigail?
Se dio la vuelta cuando reconoció la voz de Carl Draper. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y a una chica muy mona del brazo.
—¡Hola! —los saludó—. Me alegra verte, ¿os lo pasáis bien?
—Sí, sí. Ella es Demi Prince.
Ambas se saludaron.
—Abigail, ¿quieres bailar conmigo?
Abigail abrió mucho los ojos y miró a la chica que no se había inmutado ni un ápice ante la propuesta de Carl.
—Oh, ¿en serio?¿Y ella?
No tenía ganas de bailar con nadie. No lo había hecho durante toda la velada pese a que se lo habían pedido varias veces. Bueno, sólo quería bailar con alguien pero no estaba presente.
—Oh, no te preocupes por mí —respondió Demi que se sentó justo cuando Rachel se levantó—. Id, por favor.
«No», pensó Abigail, pero al final dijo que sí ante la cara apenada de Carl. Además era el amigo de Scott y le caía bien. Fueron al centro de la pista bajo la atenta mirada de algunos chicos. Abigail pensó que dirían cosas como: «¿Has visto con quién terminó bailando Abigail? Con el tonto de Carl Draper». En realidad no le importaba demasiado.
Carl trató de poner sus manos en sus hombros para bailar, pero al final se arrepintió y se movió de forma extraña. Abigail no supo qué hacer, hasta que él, entre dientes, dijo:
—Disimula, tengo algo para ti.
Le dio un papel arrugado y entrecerró los ojos: