La hija del pastor

21. Mentiras por tentaciones

Cuando Scott salió del baño, con una toalla atada a la cintura y otra con la que secaba su cabello, sonrió cuando vio que Abigail estaba en su habitación: observaba atenta los pósters de grupos rock que empapelaban su habitación. 

—¿Qué haces?

Ella se encogió de hombros y lo miró después:

—Sólo cotilleaba. Oye, ¿qué edad tenías en esa foto?

Scott se sentó en la orilla de su cama:

—No sé, unos cinco o así. Mi madre la puso allí.

—¿Es tu abuelo?

Scott no recordaba mucho ese día, sólo que sus padres lo dejaron con su abuelo Lev que lo llevó a Central Park. 

—Sí —respondió—, pero, eh, ahora no me apetece hablar de mis abuelos.

Le hizo un gesto con la cabeza para que se sentara a su lado. Abigail sonrió y se aproximó.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Scott.

Abigail elevó los hombros y pasó los dedos entre el cabello de Scott. Algunas diminutas gotas salpicaron sus hombros y su nariz. 

—Es la primera vez que te veo con el pelo mojado —dijo ella—. Me gusta como te queda.

—Ahora todo son primeras veces —dijo Scott—. Que bien que sean contigo.

Abigail se sonrojó y cerró los ojos cuando él la besó. 

El sabor afrutado de sus rosáceos labios. El suave tacto de su cuerpo cuando lo acarició con las yemas de sus dedos. Su profunda respiración. Su aterciopelada voz cuando ella le preguntó: «¿Tienes un preservativo?» El mechón castaño que se escapó de su oreja cuando la desnudó. El vaivén de la dorada cruz que rodeaba su cuello cuando entraba y salía de ella... Scott se juró que retendría todo aquello, como si su memoria fuera un molusco y el recuerdo de hacer el amor con Abigail Baxter una perfecta y lisa perla. 

 

 

 

 

 

 

A Abigail le dolió un poco la primera vez. La segunda vez algo menos. Y hasta la tercera vez, no pudo conocer de primera mano los placeres carnales, la lujuria, aquel pecado del que tanto oído hablar: «Dios no puede ser tentado por el mal y El mismo no tienta a nadie. Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión». A Abigail cada vez le gustaba más y, a medida que practicaban, todo se transformó en algo más natural, desvergonzado, tanto que podían estar desnudos uno delante del otro sin sentir un atisbo de timidez. Así habían pasado las calurosas tardes de las semanas siguientes, viendo películas —incompletas— y haciendo el amor a ratos —quizás demasiados— porque no parecían cansarse nunca. 

—Tengo que irme —dijo Abigail cuando vio la luz del atardecer entrar por la ventana—. Se hace tarde.

Scott asintió, besó su hombro y después pasó sus dedos por su mejilla con ternura. Siempre la trataba con ternura, como si temiera que se rompiese. 

—¿Segura? —preguntó con sus labios pegados a los suyos—. ¿No quieres repetir?

Abigail sonrió y dejó que la besara pero después se lo pensó mejor:

—No, no, no me lies, ayer a mi padre no le hizo gracia que llegara más tarde de las ocho, no quiero que pregunte.

Abigail se apartó y buscó su ropa con la que se vistió deprisa. Mientras se abrochaba la falda, Scott la tomó del brazo y la arrastró de nuevo en la cama.

—Puedo llevarte, así te quedas un rato más, ¿eh?

Abigail rodó los ojos y negó con la cabeza:

—No, la última vez casi nos ve la señora Goldfarb y te aseguro que no sabe tener la boca cerrada.

—Joder, este pueblo parece Oceanía.

—O Eurasia* —respondió Abigail que se apartó y continuó vistiéndose—. En vez de cámaras tenemos a unas estupendas vecinas atentas a todo lo que pasa. 

Dios mío, la pequeña Abby está en el coche de un chico cualquiera —imitó Scott con voz aguda—. Que alguien avise al Pastor.

Abigail se dio la vuelta:

—Te burlas, pero eso es exactamente lo que pasará si alguien nos ve juntos. 

—Vale, vale —dijo Scott elevando las manos—, no te llevo entonces. ¿Mañana vendrás?

Abigail terminó de vestirse y negó con la cabeza:

—Mañana es cuatro de julio, ¿recuerdas? Estaré con mi familia en el barco de los Wallace viendo los fuegos artificiales.

Scott le dijo que sí, que se acordaba —aunque ella sabía que no era cierto—. Abigail le sonrió deprisa, le dio un beso y salió disparada de su casa. Cogió su bicicleta y pedaleó lo más rápido que pudo. Pensó en la excusa que le pondría a su padre para aquella tarde: estuvo en el cine con Violet y después tomaron un helado en el centro comercial. Incluso sabía el título de la película. Podía inventarlo si quisiera, total, a su padre no le gustaba el cine. En realidad sólo le gustaba leer y hacer excursiones. 

—¡He llegado!

Escuchó el televisor por lo que fue al salón: se encontró a su madre sentada en el sofá con la mirada atenta en el televisor: dos mujeres se peleaban en una telenovela.




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